CAPITULO 9: EL HOMBRE DEL SUPERMERCADO
1
Dejemos a mi madre de lado por unos instantes, en su camino de regreso al
piso de Jonathan. Desgraciadamente, no podía seguir mirando a través de la
ventana en que en aquellos momentos me encontraba. Sentía que la oscuridad se
acercaba…
Me encontré con una ventana que me permitía observar a otro alguien que
me daba mucha curiosidad. El hombre, cuando lo vi, estaba de espaldas, pero
supe perfectamente quien era. El padre Jones estaba arrodillado, probablemente
rezando.
Al principio no supe donde estaba. Entonces, como todas las veces
anteriores, una espiral de información llenó mi mente. Me conecté con los
recuerdos y pensamientos del padre, y descubrí que estaba en el Hotel Brians, en
Benchley Street. El número de habitación era el 322.
Me pregunté desde done debía estar mirando en aquel momento, donde se
hallaba la ventana que conectaba el Valle con aquel lugar. Por la posición
donde me encontraba, debía ser un espejo. Aunque aquello poco importaba, ya que
había conseguido conectarme a la mente del padre. Podría ir junto a él a
cualquier sitio, observar sus movimientos y todo lo que hacía.
Terminó de rezar, si es que era eso lo que hacía, y se besó el
crucifijo que llevaba colgado al cuello. Después, cogió las llaves que tenía
encima de una mesita de noche, y salió de la habitación.
2
Una vez fuera del hotel, el padre empezó a andar a través de los
callejones del pueblo. Era tarde, por lo que estaban oscuros. El padre había
dejado de temer a aquella oscuridad de la noche, la oscuridad a la que todas
las personas están, más o menos, acostumbradas,
pese al miedo que puedan tener hacia ella. Pero es que el padre había visto la
oscuridad del hospital, una oscuridad mucho más peligros y aterradora. Una
oscuridad que estaba viva.
Así, anduvo a través de aquellos oscuros callejones, que en los últimos
días había ido conociendo poco a poco. Por raro que pareciera, en tan solo una
semana ya se conocía South Valley como la palma de su mano. ¿Tenía aquello
alguna relación con el que hubiera pasado tanto tiempo encerrado en aquella
especie de South Valley alternativo, por llamarlo de algún modo?
El padre no lo sabía. Era imposible saberlo con certeza.
Tras una media hora, llegó a su destino: el Supermercado de Gaiman
Street. Era, por así decirlo, como cualquier supermercado, solo que este era un
poco más viejo.
Entró, sin vacilar, a través de las puertas de cristal que se abrían
automáticamente.
Sin embargo, yo no podía entrar. Lo intenté, pero la ventana no podía
entrar en el interior del supermercado. Aunque esto no era algo raro. Sucedía a
veces, en algunos lugares. Muchas veces, esto se debía a que las conexiones del
Valle con aquel lugar eran débiles o inexistentes. Pero otras veces, esto se
debía a que en aquel lugar habitaba otra fuerza, que interfería en la conexión
mediante las ventanas.
Pese a que yo no lo sabía, con el supermercado sucedía lo segundo.
3
Aquello no me impidió seguir al padre. Aunque, literalmente, no lo
seguí. Para entrar en el supermercado, entré
en él. Invadí su mente, viendo lo que él veía y sintiendo lo que él sentía. Muy
práctico, aunque esto tan solo se podía hacer teniendo conexión con la mente de
aquel en el que querías entrar. Yo,
por suerte, había aprendido unas pocas cosas útiles en mi estancia en el Valle.
Aunque poco servían para huir de las fuerzas y la oscuridad que lo habitaban.
El padre, primero de todo, compró una bolsa de papel bastante grande.
Después, fue a la sección de frutas y verduras. Tras coger todo lo que
consideró necesario, fue a la sección de congelados y, de esta, a la sección
donde se podían encontrar galletas y cereales de cualquier tipo (la que mi
madre llamaba “de guarrerías”).
Dispuesto a volver a caja, se encontró con un pasillo que reconoció.
Muchas veces, en otros supermercados, se había encontrado con pasillos
exactamente iguales. Era el pasillo donde vendían las bebidas alcohólicas.
Recordó entonces escenas de su pasado. Antes de encontrarse encerrado
en aquel extraño lugar que había tomado por South Valley, antes de que su vida
cambiara hasta volverse ilógica e irracional, antes de descubrir que había
cosas mucho peores incluso que el demonio. Cosas como la oscuridad, la
oscuridad viva del Valle.
Durante los últimos veinte años antes de todo lo sucedido, su fe había
experimentado un cambio radical. En ocasiones pensaba en Dios, en todo lo que
él significaba, sin entender el por qué de muchas cosas. No estaba dejando de
creer en él. De alguna manera, ya no confiaba en él. Las cosas… cosas que no
recordaba… las cosas malas que habían sucedido a su alrededor. Cosas que su
mente había borrado de la memoria. ¿Acaso no había hecho lo mismo con su propia
vida, a lo largo de aquellos cinco años en que estuvo encerrado? No recordaba quién era su madre, quienes habían sido sus
hermanos. Tan solo cosas pequeñas. Cosas con las que la mayoría de la gente se
habría conformado.
Pero él sabía que lo que su mente había borrado de sus recuerdos era lo
más importante. Lo verdaderamente necesario.
El caso es que su fe experimentaba un gran cambio. Hasta entonces,
había salido a la calle sin preocupación alguna, seguro de que Dios le
protegería de cualquier mal. Pero, desde entonces, llevaba siempre encima una
pistola, que había conseguido en una tienda de armas. Se le hacía raro cargar
con el arma, pero a la larga se acostumbró. De hecho, era la misma que llevaba
en esos instantes en el bolsillo derecho, escondida bajo la larga camisa que
escondía el bulto de los pantalones.
En esos tiempos de cambio, el padre empezó a beber. Tan solo encontraba
consuelo verdadero por sus preocupaciones cuando el alcohol le invadía la
mente. Cuando ya nada importaba, ni el mundo, ni su fe. Ni tan siquiera el Dios
en el que siempre había confiado, el que siempre había amado. Tan solo estaban
él y una copa de cristal llena hasta arriba, con un par de hielos chocando
entre ellos, creando un harmonioso sonido, que, cuando estaba ebrio, le
recordaba al de las campanas de la iglesia de North Valley, que retumbaban por
todo el pueblo avisando a los caminantes de la hora.
Veinte años fueron. Años en que nada le importaba. Años en que los
sermones de los domingos los hacía con resaca. Años en que encontró miles de
vasos donde ahogar sus dudas. Aunque, desgraciadamente, también se estaba
ahogando su fe.
Y entonces, uno de aquellos médicos cabrones
(así pensaba en ellos el padre), le había dicho que, como no empezara a
vigilar, podría llegar a tener un severo cáncer de estómago.
Pero él no hizo caso al médico. Ese año siguió tal cual, yendo de bar
en bar, emborrachándose noche tras
noche, consumiéndose poco a poco.
Probablemente habría llegado a padecer el cáncer. Eso creo yo. Aunque
mi opinión es poco fiable. Sabéis que soy solo una niña, y no se mucho de
medicina. Pero no tuvo tiempo de padecerlo.
El día del Incidente llegó. Entonces, en el supermercado, se acordó de
lo sucedido aquel día. O, más bien dicho, aquella tarde.
El bar de siempre. Los hombres de siempre. El camarero de siempre. Pero
hubo algo distinto, algo muy distinto. Esta vez, pidió que le llenaran una
jarra de cerveza con whisky. El camarero pensó que estaba loco, pero así lo
hizo, pues el padre le pagó bien esa copa, incluso antes de servirla.
No recordaba nada más a partir de entonces. Pero yo vi algo, algo
escondido en su memoria, la parte donde van las cosas que hacemos sin estar
conscientes. El padre anduvo por las calles de North Valley, borracho como una
cuba. Entonces, llagado a una callejuela muy poco transitada, se dejó caer al
suelo, riendo. A lo lejos, vislumbro una fuerte luz, en medio de la oscuridad
del atardecer. Primero pensó, infantilmente,
que eran fuegos artificiales. Pero no, no lo eran. Eran llamas
Las llamas que consumieron todo el pueblo en cenizas.
El padre, tras ver esto, quedó completamente inconsciente.
El resto, ya lo conocéis.
4
Camina a través de las botellas que, en su mente, gritan su nombre…
(Alfred, Alfred, ven a por nosotras).
…un nombre que creía olvidado, pues nadie, en años, lo
llamaba así. ¿Por qué volvían ahora, después de tantos años? Venían a
torturarle, a destruirle interiormente. Y él no tenía la fuerza ni la voluntad
de…
(Venga, Alfred, sabes que nos quieres.)
…de deshacerse de los recuerdos y de la tortura que
traían con ellos. ¿Y la fe? Para el padre Jones, la fe había pasado a ser tan
solo una palabra sin sentido alguno, una palabra que no servía para nada. Su fe
había quedado atrás, y sabía que no volvería. Y, en caso de que volviera, él no
le dejaría entrar. Su fe no le había servido. Poco importaba si la recuperaba o
no, por qué sería inútil igualmente, de nuevo, como lo había sido muchos años
antes. Por eso…
(Alfred, Alfred, Alfred, Alfred.)
…las voces de las botellas, aquellas botellas llenas de
lo que antaño fue lo único en que encontraba consuelo, pero que a la misma vez
lo estaban matando por dentro, le resultaban insoportables y dolorosas.
Pensó en pasar corriendo, pero supo que, si lo hacía,
todos pensarían que estaba loco.
Pobre hombre ¿Acaso no tenía razón al desconfiar de su
fe? Su Dios le había fallado. Por lo menos, aquello le parecía a él. Y nada
podía salvarlo. Había demasiadas personas en los Valleys que habían pasado
verdaderos infiernos interiores, habían sido arrastrados por ellos mismos. ¿Qué
eran todos los monstruos de películas de terror juntos al lado de aquello?
Nada, absolutamente nada. Nada puede ser peor que todos los horrores interiores
por los que llegan a pasar algunas personas.
-¿Perdone, podría ayudarme? No sé… que…
El padre se giró, mientras pronunciaba una respuesta:
-Por supuesto, ¿Qué le…?
“¿Qué le ocurre?”, iba a decir el padre. Pero, al ver al
hombre que estaba ante él, no supo que decir. No pudo articular palabra alguna.
Tenía el cuerpo lleno de profundas heridas que sangraban
verdaderos ríos de sangre. El hombre se estaba acercando a él. El rostro del
hombre mostraba una total desesperación, un terror absoluto.
-No sé donde estoy. No sé que ha pasado. ¿Puede ayudarme?
El hombre levantó las manos, como reclamando la atención
del padre, y cada vez estaba más cerca. El padre empezó a retroceder, aterrado.
-Ayúdeme… ayúdeme… no sé que es lo que pasa.
Era imposible que estuviera perdiendo tanta sangre. ¡Oh
Dios mío, incluso yo estaba asustada, pese a saber que no era más que una
observadora! Y lo peor de todo era que la sangre, al tocar el suelo,
desaparecía en densas nubes rojas, como si se evaporase y se convirtiera en un
sangriento vapor. ¿Qué era aquello?
-Por favor… lo veo todo oscuro… muy oscuro. ¡La oscuridad
se mueve! ¡Dios mío! ¡SE ESTÁ ACERCANDO!
Entonces, cayó de rodillas al cielo, con el rostro
levemente alzado hacia el padre.
-¡ME ESTÁN RODEANDO! ¡LAS SOMBRAS!
Dejó escapar un penetrante grito de terror absoluto.
-¡AYÚDEME, POR DIOS, AYÚDEME!
El hombre empezó a convulsionar. Me acordé de la visión
que, hacía unos minutos había tenido mi madre. Me acordé de la niña. Me acordé
de que, en ese punto, en que empezó a convulsionar, la visión terminó.
Pero aquella visión era distinta. El padre vio mucho más.
Más de lo que yo, en un principio, esperaba.
5
El extraño hombre que se encontraba arrodillado ante el
padre dejó de convulsionar, y alzó el rostro hacia él. El padre hizo un salto
del espanto. Yo también lo hubiera hecho, si hubiera tenido cuerpo. Era mucho
más horrible verlo con los ojos del padre, pues estaba ante mí, amenazante y
aterrador.
El rostro que estaba ante mi estaba deformado, con la
piel que le caía a jirones del rostro, como si de macabras serpentinas se
tratara. La cara estaba llena de coágulos de sangre, que le cubrían toda la
superficie de carne sin piel.
Pero había aprendido, a lo largo de los años, que los
rostros, por muy deformes y horribles que fueran, no tenían importancia alguna.
El horror verdadero estaba en los ojos. Aquellos ojos observadores y atentos,
los ojos de la oscuridad, del dolor, del sufrimiento y la desesperación.
Ojos iluminados por las amenazantes llamas de la
perdición.
En el interior de aquellos ojos, el padre vio el
infierno. Un infierno mucho peor que el que se había imaginado en sus más
aterradoras pesadillas. Aquel infierno era mucho más oscuro y profundo que el
que él conocía.
Aquel infierno era el Valle, aunque el padre no lo sabía.
-Hola, Alfred. Ha pasado mucho tiempo.
Otra vez el maldito nombre. Había llegado a aceptar el
hecho de que no volvería a ser nunca más Alfred, que no quedaba nadie vivo para
recordar los tiempos en que él era Alfred. Ni siquiera él se acordaba.
Pero aquella voz… al padre le trajo a la memoria
recuerdos, solo que no podía verlos. Aquellos recuerdos estaban quemados, eran recuerdos ilegibles. Pero
sabía que la conocía. Aquella voz había sido… había sido…
Aquella fue la última voz que lo llamó Alfred nunca en su
vida, antes de que nada sucediera.
-Así es, Alfred querido. ¿Ya te acuerdas de mí?
No. La respuesta era que no. No se acordaba de aquella
voz. Pero, de alguna manera, en su mente empezó a dibujarse una silueta
femenina… que se desvaneció casi al instante.
No, no sabía quién era aquella voz.
El ser, pues ya
no podía ser llamado humano, que había ante ellos movió la cabeza de un lado a
otro, con un gesto humanamente imposible, torciendo el cuello como si fuera de
goma.
-Muy mal, muy mal Alfred. ¿De verdad no te acuerdas de tu
propia madre?
Esto sorprendió al padre mucho más que cuando vio los
ojos del ser. ¿Su madre? No guardaba recuerdo alguno acerca de ella. Aunque… la
voz retumbaba en su cabeza, como si la hubiera oído no hacía mucho, en algún
tiempo cercano.
Yo también estaba sorprendida. Y aterrorizada. Pues aquello,
fuera lo que fuese, pertenecía al Valle. Era una de sus muchas artimañas, una
de sus muchas intersecciones a nuestro mundo. Si la madre de aquel hombre tenía
relación con el Valle ¿Quién era el padre en realidad? ¿Qué secretos escondían
sus recuerdos quemados?
Entonces, el cuerpo del hombre empezó a deshacerse, Así es, se estaba
deshaciendo. Su carne se convertía en una masa viscosa que olía a sangre y
podredumbre, sus glóbulos oculares se volvían en un líquido blancuzco que le
resbalaba por el rostro como si fueran lágrimas. Lo único que quedó al final
del hombre fue la piel, extendida en el suelo como si de una alfombra se
tratara.
El padre cayó de rodillas al suelo, sintiendo un inmenso
mareo, percibiendo el fuerte olor que emanaba del “cadáver” que se encontraba
ante él.
Entonces, su mente empezó a funcionar. Sus recuerdos
pasaron ante él como si fuera una película. Algunos recuerdos estaban quemados,
demasiado deteriorados, es verdad, pero algunos otros aun eran legibles. En
algunos, aun se podían apreciar algunas imágenes. Aunque no fue una imagen lo
que vio.
Fue un nombre.
Ante él, en esta película de imágenes borrosas y
deterioradas, pasó un pequeño trozo de papel, con los bordes ennegrecidos por
el fuego, en el que se leía un nombre.
Melinda Meck.
Y, entonces, volvió a oír en su mente aquellas palabras…
(¿De verdad no te acuerdas de tu propia madre?)
…palabras que había pronunciado aquella voz femenina en
boca del hombre deshecho que tenía delante.
Era su madre sí, ahora lo recordaba.
Su madre había sido la última descendiente de los Meck.
“No, no fue ella la última de los Meck”, pensó el padre
entonces.
Yo también había comprendido, en este punto, la verdad.
Lo que el padre Jones quería decir. Si Melinda Meck había sido su madre, eso
quería decir que…
“Yo soy el último de los Meck.”
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