Libro 1: Recuerdos Quemados

EL VALLE DE LAS LÁGRIMAS
LIBRO I:

RECUERDOS QUEMADOS

(Alice-Maria)


Los muertos tienen autopistas.
Infalibles líneas de trenes fantasma, de carruajes de ensueño, atraviesan las tierras baldías detrás de nuestras vidas, soportando un tráfico interminable de almas difuntas. Sus tañidos y latidos pueden oírse en los lugares rotos del mundo, a través de grietas producidas por actos de crueldad, violencia y depravación. Su carga, los muertos errantes, puede vislumbrarse cuando el corazón está a punto de estallar y aquellas escenas que debieran estar escondidas se presentan con total claridad.

Libros de Sangre, Clive Barker



PRÓLOGO:
MICHAEL BURNS

Y allí estaba por fin. Tras un año entero sin ver a su padre, desde que se fue a vivir en un piso de estudiantes con su buen amigo Jake, Michael volvía a la casa donde había crecido, la casa donde había sido educado. Se reunía de nuevo con su padre, consciente de que probablemente no sería recibido con alegría. Llevaba con él dos maletas cargadas con todas sus pertenencias.
¿Qué es lo que había pasado? Su padre siempre le había insistido en estudiar derecho. Michael hizo tal y como su padre le dijo: fue a la Universidad de Portland, donde empezó a cursar la carrera de derecho. ¿Y cómo termina esta historia? Sencillo: Michael abandonó la facultad, incapaz de continuar con la carrera. Sus notas eran terribles, la materia no le entraba en la cabeza. Simplemente, no estaba hecho para aquello.
Y ahora volvía con su padre. Por lo menos, hasta que encontrase trabajo, o hasta que se decidiese a empezar de nuevo en la universidad, pero esta vez haciendo algo distinto.
Estaba muy nervioso. Sin embargo, se armó de valor, y tocó el timbre.
Esperó pacientemente unos segundos y, viendo que nadie respondía, volvió a llamar. Pasaron varios minutos, y la preocupación de Michael fue en aumento. Entonces, intentó abrir la puerta.
Estaba abierta.
Traspasó el umbral, y se adentró en una semioscuridad, tan solo interrumpida por los rayos del sol que entraban a través de las ventanas, que no auguraba nada bueno. Ningún ruido se podía oír, nada que alterase el silencio y la quietud.
Michael, pese a la inseguridad que sentía, no se dejó controlar en ningún momento por el pánico. Avanzó a través de aquellas habitaciones, las cuales conocía tan bien que incluso a oscuras era capaz de orientarse, buscando algún indicio de lo que podría haber ocurrido. O, mejor aún, de que no había ocurrido absolutamente nada.
Sin embargo, las cosas se pusieron mucho más feas de lo que él pensaba.
-¿Papá? ¿Estás allí?
Se encontraba ante la puerta del cuarto de su padre cuando dijo estas palabras. La abrió, y entro con extrema lentitud, intentando hacer el menor ruido posible.
La habitación, a diferencia del resto de la casa, estaba iluminada por una pequeña lámpara, que se encontraba encima de un escritorio de madera, al otro lado de la habitación. La cama, pequeña y modesta, se hallaba empotrada en la pared derecha. Nada más había en la habitación, excepto una estantería llena de libros viejos y polvorientos.
Justo delante del escritorio, dando la espalda a la puerta, había una silla giratoria. Michael se dio cuenta de que alguien estaba sentado en la silla, pero en una muy extraña posición. Se acercó, lentamente, aunque esta vez no pudo evitar hacer ruido. Las baldosas de madera del suelo crujían con estruendosos gruñidos. Sin embargo, no parecieron esos sonidos perturbar en absoluto el estado del hombre de la silla. Así pues, Michael recorrió lo que restaba de distancia hacia la silla sin importarle ya ser detectado.
Estaba ya, finalmente, justo detrás de la silla, y alargó una mano para hacerla girar, mientras decía:
-Papá, ¿eres tú?
La silla terminó de girar, muy suavemente, y Michael vio, allí tendido, el cuerpo inerte de su padre. Podía verse extinguida la llama de la vida en su mirada, perdida en los inescrutables abismos de la muerte. Clavado en su pecho, justo en el corazón, estaba el cuchillo que había terminado con su vida.
Michael quiso gritar, pero no pudo. Nunca antes había sentido tanto miedo. Dio media vuelta, dispuesto a salir de la habitación, huir lo más lejos posible y después pedir ayuda a alguien. Pero la puerta estaba cerrada.
Se acercó a ella, e intento abrirla. Más le fue imposible. Se había quedado completamente encerrado en esa habitación, solo, teniendo como única compañía el cadáver de su padre.
De repente, mientras aun intentaba, sin resultado alguno, abrir la puerta, pudo oír un misterioso crepitar, acompañado de un leve olor a quemado y una desagradable sensación de calor. Se giró, y lo que vio lo dejó aún más perplejo, si cabe, que la visión del cadáver de su padre. La silla estaba ardiendo, envuelta ella, junto con los restos mortales de su padre, de llamas rojas como la sangre. Sufrió Michael por si el fuego se extendía. Más, tras unos instantes, la llamas se apagaron, viendo terminado su trabajo. Lo único que quedó, después de todo, fue un montón de grises cenizas.
Algo blanco se distinguía entre aquellos restos calcinados. Michael se acercó, y recogió lo que había en el montón, sorprendiéndose al comprobar que se trataba de un sobre de papel.
¿Cómo podía ser? Segundos antes había visto el fuego arder justo en el lugar donde había encontrado ese sobre. ¿Por qué no había ardido?
Michael abrió el sobre, y extrajo una carta de su interior. Miró la firma de la carta, ponía: Jonathan Burns.
La firma de su padre.
Leyó la carta. Ésta decía lo siguiente:

Hola Michael,
Sé que las circunstancias en las que ahora mismo te encuentres probablemente no sean las más adecuadas para todo esto. He tenido veinte años para hacer tranquilamente lo que ahora, con demasiada prisa, me dispongo a hacer.
¿Te acuerdas, hijo mío, de todas las veces que me preguntaste sobre tu madre? Querías saberlo todo, absolutamente todo, pero nunca llegué a darte respuestas. Años más tarde, siendo tú ya más mayor, me preguntaste como naciste. Entonces no solo evité tu pregunta, sino que no te dirigí la palabra en varios días. Quiero que sepas que lo que me movió a actuar así fueron el miedo y la tristeza.
La última, pero no menos importante, de las preguntas que me hiciste fue sobre mí mismo. “¿De dónde eres, papá?”, “Háblame sobre tu vida antes de que yo naciera”. Cosas por el estilo. Estas preguntas fueron las que más miedo me hizo responder. Pues bien, ahora verás todas tus preguntas respondidas.
¿Te acuerdas de aquel libro negro, de la estantería de los libros viejos, del que nunca me separaba? Era el único de los libros que te prohibí que tocaras, aunque nunca mostraste realmente mucho interés por esos libros viejos y polvorientos. ¿Lo recuerdas? Entonces, léelo, y en él encontrarás todas las respuestas. Está en la 4ª estantería, marcado con el Nº323.

Tu padre que te quiere,
Jonathan Burns.

P.D: Que no te aflige demasiado mi muerte. Es una decisión que yo mismo he tomado.

Ésta última declaración fue la que más sorprendió a Michael. Sin embargo, ya no se dejó llevar más por el miedo, y decidió hacer lo que su padre, a través de la carta, le pedía.
Encontrar un libro en las estanterías de su padre no era cosa difícil, pues los tenía bien ordenados según la estantería, y todos ellos estaban marcados por un número. Michael buscó en la cuarta estantería el libro número 323. Fue más fácil incluso de lo que esperaba, pues era el libro más grueso de todos ellos, y el único de color negro, un color como el del azabache.
Michael se sentó en el suelo, apoyó el libro en sus rodillas, y lo abrió. El olor que de él se desprendía era putrefacto, muy desagradable, y sus páginas estaban manchadas de tinta, grasa, e incluso… sangre.
En la primera página del libro había escrita una frase. Ésta rezaba lo siguiente: 

EL MIEDO AL FUEGO CONSUME EL ALMA EN CENIZAS

Aquella frase se quedó inmediatamente grabada en la cabeza de Michael. Su significado parecía mucho más profundo de lo que en sí misma podía expresar. Los pensamientos que acudieron a su mente al leerla lo turbaron, razón por la cual se dispuso a pasar la página. En la siguiente, había escrito algo de nuevo, exactamente con la misma caligrafía:

ALICE

Este nombre no le dijo nada a Michael. Pasó, pues, la página, y esta vez se encontró con lo que, en sí mismo, comprendía el texto del libro. Así pues, comenzó su lectura, con la mente llena de preguntas y el alma de inquietudes.
No pudo siquiera imaginarse, antes de haber empezado, que tan terribles revelaciones le harían aquellas páginas malditas.




CAPITULO 1: DESDICHAS E INFORTUNIOS


1
Hay un lugar, un lugar oscuro, a veces frío como el hielo, a veces ardiente como el fuego, un lugar dejado de la mano de Dios, más allá de toda comprensión humana, que se encuentra entre nuestro mundo y el mundo de los muertos. En ocasiones, esa pizca de nuestro mundo que posee, lo hace mucho peor incluso que el mismo Infierno, pues a veces la humanidad puede llegar a ser peor que la inhumanidad, y es que la atrocidad humana es mucho más perversa.
Este lugar es un sitio especial. No es fácil llegar a él, ni tan siquiera para aquellos que ya han sucumbido a los designios de la muerte. Los únicos que tienen acceso a este lugar son aquellas personas que, por muchos motivos, no pueden, tal y como se dice, “descansar eternamente en paz”, no por haber cometido horrores inenarrables, sino por haberlos presenciado. Aquellos que los han vivido, pues su alma acaba tan consumida por el horror y su mente por el sufrimiento que se terminan quebrando en mil pedazos. Este lugar es el único en que pueden recomponerse mente y alma. A un alto precio. Pues los que no tienen la voluntad suficiente, lo único que consiguen es quebrarlas aun más y más, hasta acabar destruyéndolas, y, con ellas, a sí mismos. Y son arrojados a un agujero mucho más profundo que el propio Infierno.
A las personas que acaban en este lugar se las llama Condenados.
Por cierto, permíteme que me presente. Me llamo Alice, tengo (o tendría si siguiera con vida) 11 años. Y soy una condenada.

2
Supongo que ahora mismo estarás sorprendido. Te preguntarás: ¿Cómo una niña de esa edad se encuentra en un sitio como ese? Pues te diré que llegué aquí, en este lugar, cuando tenía tan solo 6 años.
Te preguntarás también, supongo: ¿Qué atrocidades puede haber visto una niña tan pequeña para ser una Condenada? Más de las que piensas, y peores de lo que piensas.
Y supongo que te preguntarás también un montón de cosas más, pero no estoy aquí para responder preguntas. Estoy haciendo esfuerzos sobrehumanos para poder comunicarme con el mundo humano en estos precisos momentos, y si pretendo hacer lo que quiero hacer debo darme prisa. Así que dejemos las preguntas para el final, si es que hay tiempo.
Estoy aquí, antes de nada, para contarte la historia, la verdadera historia, de lo que pasó. La historia, no solo de mí misma, sino también de mi madre. La recuerdo perfectamente, pues hace tan solo un año que sucedió. Aunque, detrás de sí, tiene muchos años de sucesos e historias que deberán ser contadas. Y, muy probablemente, el futuro nos dará nuevas historias que contar.
Antes de empezar vamos a conocernos mejor. Te he dicho mi nombre, mi edad, mi condición. ¿Qué es lo que falta? Ah, sí. Estaría bien que supieses donde nací. Pues bien, nací en North Valley, un pequeño pueblo que, antes del Incidente, tenía menos de doscientos habitantes, así que prácticamente todos nos conocíamos. Se encontraba en el estado de Nebraska, en Estados Unidos. Era un pueblo demasiado pequeño, de esos que ni siquiera salen en los mapas y que, de hecho, no merecen siquiera ser llamados pueblos. Era también un pueblo que había tenido, a lo largo de su historia, muchos conflictos internos. Dentro de los límites de la región, que estaba comprendida también por South Valley y a la que llamábamos “Los Valleys”, sucedieron cosas horribles y aterradoras.
No quiero hablar demasiado sobre esto último que os he contado. No aun. Solo puedo deciros que hubo una familia, una terrible familia, que habitó el pueblo: los Meck. Nadie sabía de dónde venían, ni quiénes eran realmente, pero todos los temían. Muchas más cosas hay que contar sobre los Meck. A su debido tiempo, todos los enigmas serán revelados.

3
El caso es que nací en ese pueblo, y viví en él los seis primeros años de mi vida, antes del Incidente. Después del desastre, que supuso la muerte de mis abuelos y de mi misma, junto con el resto de vecinos del pueblo, mis padres decidieron alejarse todo lo posible del estado y, más adelante, incluso del país. Mi madre tenía una hermana en Barcelona, la tía Astrid, que los acogió en su casa, hasta que encontraron piso.
Pero la cosa no les marcho muy bien a mis padres esos meses. Él tenía pesadillas, gritaba mi nombre en sueños, y acabo por padecer insomnio. Ella decayó en una terrible depresión que la llevó al mundo del alcohol y las drogas. Pero lo peor estaba por llegar.
Un día, al levantarse, mi madre se dio cuenta de que mi padre no estaba en el piso (ya no se encontraban en casa de tía Astrid), y que no había dejado ninguna nota. Fue al salir al salir al patio comunitario, donde había una piscina que compartían todos los vecinos, cuando se encontró el cuerpo de él, colgado del viejo  sauce que adornaba el centro del patio, mediante una larga cuerda que le rodeaba el cuello. Le cogió de la mano, y la sintió fría y sin vida. En su rostro había una expresión de total serenidad, y había cerrado los ojos antes de morir. Una cosa estaba clara: se había suicidado.
Así, las caídas hojas del sauce, a la clara luz de la mañana, parecían lágrimas. Mi madre casi podía oír el llanto desconsolado del sauce, en memoria de su marido, aunque no fue más que su imaginación.
Sin embargo, allí estaban: las lágrimas del viejo árbol que descendían suavemente, hacia un rio de tristeza interminable, que desembocaba en un valle de lágrimas.

4
-No te preocupes María, ahora está en un lugar mejor.- estas fueron las palabras de la señora Matilde, una de las vecinas que había tenido mi madre en Barcelona, y la única que le había caído bien. Era una mujer de edad avanzada, cuyo pelo, de color zanahoria, empezaba a presentar algunas canas.
Esa mujer fue la que impidió a mi madre hundirse más en la miseria y el dolor. La ayudó a librarse de sus vicios, a librarse del alcohol y las drogas, y la ayudó haciéndole compañía cuando lo necesitaba. Y aunque mi madre nunca superaría ese duro golpe, pudo seguir adelante con su vida, pensando a veces en él, llorando a veces por él. Durante esa época, ni siquiera le reproche, en mi lecho de muerte, que no llorara por mí. Aunque más adelante lo hizo, y me sentí viva al ver que aun se me recordaba en ese mundo, ese mundo que tanto añoraba, ese mundo que tanto añoro.
Pero sucedió que la señora Matilde enfermó. Cada día estaba más pálida, más delgada, más demacrada, y parecía mucho más vieja de lo que era. Mi madre, preocupada por ella, decidió llevarla, aunque en contra de los deseos de la vieja mujer, al hospital. Allí le hicieron varios análisis y le detectaron el virus del VIH. La señora Matilde tenía sida.
La iba a ver cada día, preocupándose por ella en todo momento. Al cabo de unos meses, pareció recuperar el peso y el aspecto anteriores. Gran cantidad de medicamentos y una alimentación abundante la ayudaron a recuperarse. Y, finalmente, unos meses después, le dieron el alta. Sin embargo, el maldito virus seguía corriendo por sus venas, haciendo de las suyas. La mujer tomaba cada día, muy controladamente, sus medicamentos, y de tanto en tanto iba al médico. La mujer, por lo menos, no se moriría de sida. Por lo menos, ese no es el destino que se le ha guardado.
Eso fue para mi madre estupendo. Después de tantos horrores, se alegraba de haber ayudado aquella mujer a evitar una muerte terrible. Sin embargo seguía dentro de ella esa terrible sensación de desasosiego, de sufrimiento, de tristeza.
De hecho, mi madre había visto el fuego consumiendo parte del pueblo. Pudo ver mi cuerpo calcinado por las llamas. Vio el cuerpo muerto de mi padre suicida.
A fin de cuentas, esa extraña sensación era del todo normal. Pues ella era ahora, también, una condenada.

5
Así pues, estos últimos años la vida de mi madre han sido una serie de catastróficas desdichas e infortunios. No está de más decir que no podía soportar más esto. El estrés al que se encontraba sometida la puso más nerviosa de lo que debía. Y todo esto terminó en una sola cosa: la despidieron del trabaja. Faltaba muchos días para atender a la señora Matilde, cuando trabajaba se desconcentraba pensando en mi o en mi padre, se pasaba horas, a veces, llorando en el baño de empleados. Al final, la despidieron.
¿De que trabajaba? Pensad antes de preguntar: yo era una niña, no me preocupaba por donde trabajaban mis padres ni de dónde venía el dinero que traían a casa. Y, como podéis comprender, me preocupaba por cosas más importantes cuando me encontraba en este otro mundo.
Ahora que lo pienso, hay una forma mejor de referirnos al otro mundo. Un nombre que muestra su verdadera naturaleza, su condición de lugar maldito y de acogedor de almas condenadas.
Este mundo es el Valle de las Lágrimas.






CAPITULO 2: UNA CARTA MISTERIOSA


1
Mi madre llegó a la terrible conclusión de que debía superar de cualquier forma todo lo que había pasado. Pero no es tan sencillo hacer esto cuando se es una condenada, pues la condena es el eterno sufrimiento, hasta que te enfrentas cara a cara con tus miedos, tus errores. Tu pasado.
Y mi madre hizo esfuerzos nulos para deshacerse del peso del dolor, pero, como ya os he contado, fue inútil. La suerte estaba echada, y a ella le había tocado el premio gordo. Nos tendría a mí y a mi padre en la cabeza, nos recordaría como aquellas almas a las que pudo salvar, pero con las que no hizo nada para impedir su destrucción. Y eso la carcomía por dentro.
Por eso, yo, que veía como se sentía, que podía entrar en su mente y, más que observar, sentir sus propios sentimientos, decidí intervenir. Pues, pese a lo que me había convertido, pese a estar condenada como el resto de personas que me envolvían, aun amaba a mi madre, y sentía que debía hacer algo por ella. No me di cuenta entonces donde la estaba metiendo. Pensé que la estaba ayudando, cuando, en realidad, lo que hice fue arrojarla derechita a su propia perdición. Yo misma la estaba condenando más de lo que ya estaba, haciéndole llegar aquella…

2
Era un frío sábado por la mañana, el último de diciembre. Mi madre estaba aun estirada en la cama, aunque no del todo dormida. Tan solo estaba tapada con la manta, pero con los ojos abiertos, esperando, como hacía cada mañana, una señal. Resultaba ridículo pensar que Dios, o Alá, o cualquier deidad se preocuparía por una simple mujer como ella. En ocasiones pensaba que estaba tan sola que ni siquiera el demonio la querría. Por eso, pensó que aquel sería otro sábado improductivo que se pasaría estirada en la cama, o sentada en el sofá mirando la televisión. Sin embargo, algo llamó su atención. Un ruido que venía de la puerta de entrada, un ruido que reconocía como el ruido que hacía el papel al frotar contra una superficie rugosa. Se levantó de la cama, y salió de la habitación.
La casa estaba hecha un asco. En todo ese tiempo, no se había molestado en limpiar nada en absoluto. Además, casi cada noche comía pizzas a domicilio u otros tipos de comida que le llevaban a casa, y todas las cajas, latas y papeles estaban tirados por el suelo.
Llegó a la puerta de entrada, y miró al suelo. Por debajo de ella, habían pasado una carta, cuyo destinatario era ella misma. Aunque, extrañamente, no estaba firmada. Cogió el sobre, y abrió la puerta, para ver si veía al cartero, para darle las gracias. Le daba pena que el hombre hiciera aquel servicio tan importante para todos y que, a cambio, no recibiera un agradecimiento, así que siempre decía gracias a los carteros. Pero no había nadie en el rellano, ni siquiera se oían sus pasos bajando por las escaleras, ni de la puerta cerrándose.
Volvió a entrar, y cerró la puerta. Observó detenidamente el desorden que había en el piso, y algo se activó dentro de ella. Algo le decía que no podía seguir así, que debía volver a su vida. La insistencia de su subconsciente volvió a aparecer, y estaba dispuesta a rehacer su vida. Ella era María Allans (pese a la muerte de mi padre, no había renunciado a su nombre de casada), viuda, con una hija muerta, pero eso no debía cambiar el hecho de que era una persona, y que debía vivir su vida.
Dejó el sobre con la carta encima de la mesita de noche. Después, salió al pasillo y fue recogiendo toda la porquería que encontró por allí tirada. Entre todo aquello, encontró también varias prendas de ropa, que puso rápidamente a la lavadora. En definitiva, se pasó toda la mañana limpiando. Sin embargo, aquello no arrancó de su mente sus profundos y oscuros pensamientos. La vieja Matilde había muerto hacía dos meses, tras lo cual mi madre termino de caer, finalmente. Pues su destino no era terminar muriendo de sida. Pero en ningún lugar estaba escrito que no pudiera morir atropellada por un coche. Así es, la vida es injusta, y mi madre nunca olvidaría el funeral de aquella mujer que tanto la había apoyado a ella, aquella mujer a la que había cuidado en su terrible enfermedad. Al igual que no olvidaría el mío ni el de mi padre, no olvidaría el de aquella mujer, y se quedaría grabado en su memoria como un tatuaje en la piel, para siempre.


3
Ya eran las doce cuando termino de limpiar. Se quedó asombrada al ver que terminaba tan rápido, aunque vivía en un piso pequeño. Sacar la porquería fue media hora, limpiar la ropa, bueno, lo hacía solo la lavadora, aspirar y fregar el piso le llevó un par de horas. En total, muy poco tiempo, menos del que se imaginaba.
Después de aquello, se sentó en el sofá, y dejó escapar un suspiro de su boca. Hacer todo aquello la había cansado, y mucho. Se dispuso a coger el mando, para encender la tele, cuando se acordó de la carta que había dejado en el dormitorio. Recorrió el pasillo, entró en la habitación, y cogió el sobre de donde lo había dejado. Entonces, volvió al salón, y se sentó en el sofá.
Muy cuidadosamente, fue abriendo el sobre. Lo primero que sintió fue un fuerte hedor a podrido que salía de dentro el sobre. También otro olor, un olor que reconocía de sus ya más que comunes visitas al cementerio. El olor de la muerte. Y otro olor, un olor que al principio asoció con el óxido, pero que más tarde notó mucho más denso. Un olor reconocible para cualquiera. El olor de la sangre.
Una vez tuvo abierto el sobre, sacó de dentro de él la carta. En el proceso, cayó al suelo, de dentro del sobre, un polvo de color grisáceo, que María, mi madre, reconoció inmediatamente: cenizas. Las había visto siendo llevadas por el aire el día en que yo morí, el día en que las llamas me consumieron. La carta estaba requemada por los bordes, y tenía varias manchas de tinta. Empezó a leer, mostrándose francamente extrañada:



Hola mamá. Soy yo, Alice.
Siento hacerte llegar esto sin haberte avisado. Podría haberlo hecho, pero no me ha parecido sensato hacerlo. No puedo darte explicaciones, lo siento. Solo puedo decirte dos cosas: la primera, que el tío James ha muerto. Lo enterraron hace dos días en el cementerio del pueblo.
La segunda cosa que debo decirte es que debes venir al pueblo, a South Valley. Sé que no quieres hacerlo, y que intentas huir del pasado, pero haciendo esto no haces más que causarte daño a ti misma. Debes volver, por mí, por tu hija.
Besos, Alice.

PD: Debes terminar lo que nadie nunca ha podido empezar. Y aléjate de North Valley.

Alice. Mi nombre, el nombre de su hija. Eso fue lo primero que la impresionó. Primero pensó que era una broma de mal gusto, echa por algún gamberro. Pero era imposible, pues la única persona que sabía algo acerca de Alice y que siguiera con vida se encontraba en South Valley, muy lejos de allí. Y, si lo que decía la carta era cierto, aquella persona había muerto.
Eso era lo segundo que le extrañó. Leer que James, su hermano, y mi tío, había muerto, y nadie le había dicho nada. Aunque, bien pensado, ella nunca había ido a visitarlo, y no es que James hablara mucho acerca de sus familiares. Pero, al fin y al cabo, debían tener, por fuerza, todos los datos de James, y debían saber que tenía una hermana. Así pues, ¿Por qué no la habían llamado?
Todos aquellos pensamientos llenaban la mente de mi madre, aunque no podía atar cabos. Era imposible que su hija muerta le hubiera enviado una carta, pensó. Aunque, yo misma os diré, no era tan imposible. Al fin y al cabo, eso fue lo que sucedió.
Cogió el sobre, y sintió un peso que antes no había sentido. Acabó de romperlo del todo, y de dentro sacó un rosario, al extremo del cual había un extraño crucifijo, con la siguiente forma:
Había una pequeña tarjeta unida al crucifijo mediante un hilo, el cual arranco para leer mejor lo que ponía en ella: “Que la luz ilumine tu camino, incluso en la más profunda oscuridad”.
Había oído aquellas palabras en alguna otra parte, pero la cuestión era donde. Aquello no era más que otra pregunta, otro enigma que debería resolver. Al final, pensó mi madre, no daré abasto.
Cuando se agachó para recoger la carta, vio algo que la sorprendió. Estaba siendo consumida por unas llamas que se habían encendido en los bordes requemados, unas llamas que, al mirarlas, mi madre sintió una profunda opresión en el pecho, justo encima del corazón. Se puso la mano justo allí, y al principio le pareció sentir que no le latía. Pero enseguida volvió a sentir el suave bum-bum de la sangre.
-¿Qué coño ha…?
Antes de que pudiera terminar de formular la pregunta, vio como las cenizas que quedaban de la carta flotaban ante sus ojos durante un instante. Después, pasaron muy cerca de su oreja izquierda, y le pareció oír un suave susurro, que era mi voz hablándole. Y, efectivamente así era. Lo que le dije fue claro: “Ven a South Valley”.

Y, llevadas por el viento, las cenizas salieron del salón por la ventana de detrás del sofá, moviéndose por las mareas del viento, volviendo al lugar de donde procedían. Volviendo al profundo agujero donde mis cenizas fueron enterradas, muy lejos de donde mi madre se encontraba. En North Valley, el último lugar al que quería que fuera mi madre. El último lugar de la Tierra al que nadie querría ir. 





CAPITULO 3: RUTA 323

1
El viaje que hizo mi madre fue largo. Un largo viaje de varias horas en avión, en el cual no pudo hacer otra cosa que pensar en todo cuanto le había pasado a lo largo de su desdichada vida. Antes había creído que el mundo se desmoronaba bajo sus pies, que todo por cuanto había luchado desaparecía como si nunca hubiese existida. Durante el viaje en avión, sin embargo, se planteó la posibilidad de que todo aquello no fuera más que una ilusión, una broma cruel del destino, una lucha entre la conciencia y la inconsciencia, entre el sueño y la pesadilla.
Intentó dormir. Sin embargo, tales inquietudes se lo impidieron.
Fue durante ese viaje en avión cuando mi madre vivió el primero de los horrores que tanto la atormentarían en los meses siguientes.

2
Cuando sucedió ella estaba sentada en el sillón que le correspondía en el avión, observando tranquilamente las nubes, que se extendían por debajo del avión como si fueran inmensas islas flotantes. Repentinamente, mi madre tuvo una de esas necesidades básicas que todos las personas tenemos, incluso en los momentos más inesperados, y fue al baño que se encontraba al extremo opuesto de la cabina del capitán, el más cercano donde ella estaba.
Mientras pasaba por entre las sillas, le pareció notar algo extraño. Creyó ver una sombra, una oscura figura, reflejada en el cristal de una de las ventanas de la fila izquierda, que se hallaba justo detrás de ella. Se giró, pero allí no había absolutamente nadie. Al principio, no le dio importancia a esto, y lo tomó como una simple visión producida por su cansancio y su exagerada preocupación.
Fue rápidamente al baño. Una vez dentro, cerró el pestillo. Una vez terminó de hacer lo que tenía que hacer, se lavó las manos y la cara.
Salió del baño, y lo que vio entonces le causó gran conmoción.
No había absolutamente nadie en el avión. Las luces estaban todas completamente apagadas. Los sillones estaban todos cubiertos de rasgaduras y manchas de sangre. También de sangre estaba recubierto el suelo, donde se formaban charcos de color carmesí. No se podía ver nada a través de las ventanas del avión, tan solo una bruma de perpetua oscuridad.
Mi madre avanzó muy lentamente hasta encontrarse a mitad del avión. Una vez allí, pudo distinguir, al otro lado del avión, dos puntos brillantes como la luna llena, que la observaban amenazadoramente. Alrededor de aquellas lunas brillantes, se perfilaba una silueta inmensa y oscura, como una sombra, que iba acercándose muy lentamente hacia mi madre.
Ella, completamente aterrada, sumida en un estado de estupefacción, comenzó a caminar de espaldas hacía el lugar del que venía, huyendo de aquello que se encontraba a pocos pasos de ella, sin saber muy bien que hacer y actuando solamente por impulsos. Aquellas lunas grandes y brillantes se le acercaban, y ella parecía no tener escapatoria.
Sintió algo que le tocaba la espalda y, soltando un estruendoso grito de pavor, se dio la vuelta.
Ante ella, una azafata muy joven, con los ojos brillantes y el pelo castaño, la miraba con curiosidad y preocupación. Todas las personas, sentadas en sus respectivos asientos, la miraban como si estuviera loca.
La azafata joven dijo:
-Señora, ¿se encuentra usted bien?
Al principio, mi madre, aturdida, no respondió. La azafata tuvo que preguntarle de nuevo, y esta vez mi madre respondió:
-Sí… creo que… voy a sentarme.
-¿Quiere que le traiga algo? ¿Un poco de agua quizás?
-N… no, gracias. Estoy bien, de verdad.
Volvió a su asiento, y se pasó el resto del viaje con la mente en blanco, sin pensar absolutamente en nada.

3
Con las prisas, mi madre no había siquiera pensado como lo haría para llegar desde Portland, Maine, ciudad donde aterrizaba el vuelo que había tomado, hasta South Valley. Se encontró sola, terriblemente sola, en medio de unas calles que apenas conocía, rodeada de gente que parecía ignorarla, como si no existiera más que para ella misma.
Los únicos pensamientos que habían ocupado su mente hasta entonces pertenecían a mí, a mi tío James y a la carta que le había enviado. Entonces, se dio cuenta de cuan terriblemente se había equivocado. Necesitaba encontrar alguien quela ayudase…
Y de repente, como por obra de algún dios benigno, se oyó una voz, la voz de la esperanza, que le dijo a mi madre:
-Perdone, señora, ¿necesita ayuda?
Mi madre se giró, y vio a un hombre alto y corpulento, de anchos brazos y piernas, que poseía una prominente (y, por qué no decirlo, algo graciosa) barriga.
El hombre sonrió. Lo primero que pensó mi madre al verle era que tenía cara de buena persona.
-Buenos días. ¿Le ocurre algo? Parece usted algo perdida.
-Sí… algo perdida sí que estoy. La verdad… no creo que pueda ayudarme.
-Por poco que pueda hacer…
-Debo… debo ir a South Valley. Pero… no tengo como ir hacia allí. Simplemente… perdone, he sido un poco estúpida…
-¡No se preocupe, mujer! Además, está usted de suerte. Yo también iba para South Valley. En realidad, vivo allí, pero… he venido unos días a Portland para visitar unos familiares. Si quiere que la lleve…
En ese momento, una luz se iluminó en los ojos de mi madre. ¿Estaba acaso el destino, que tantos males le había traído, siéndole favorable por primera vez en la vida?
Ella aceptó, por supuesto. El viaje en coche desde Portland hasta South Valley era de apenas hora y media, dos si había tráfico.
El hombre estuvo hablando a lo largo de todo el viaje, contando chistes y anécdotas graciosas, aliviando, aunque tan solo fuera por un pequeño período de tiempo, las preocupaciones que atenazaban a mi madre.
El viaje, aunque algo largo, se les paso muy rápidamente a ambos.

4
Pasaron las primeras dos horas de viaje, y ya se encontraban en la ruta 323.
 La ruta 323 era una pequeña carretera, que ni siquiera estaba asfaltada, así que podría decirse que era más bien una “vía de paso”, que llevaba solamente a North Valley y a South Valley. Nadie sabía muy bien porqué la llamaban así. Simplemente, ese era el nombre que se le había dado toda la vida. Cuando yo era pequeña, mi padre me contó una historia para darme miedo acerca del origen del nombre. Según él, a principios del siglo pasado, se encontraron 323 cadáveres desperdigados por el lugar, que habían aparecido allí de la noche a la mañana, hecho por el cual todo el mundo la llamó “La ruta de los 323 cadáveres”, que acabó degenerando en “La ruta 323”. Esta era, de hecho, la historia que la mayoría de gente del pueblo conocía, y muchos la tomaban como cierta. Nunca llegué a creer la historia, pero durante muchas noches tuve pesadillas, en que veía montones y montones de cadáveres bajo mis pies, y sobre los cuales me veía obligada a caminar para avanzar.
Mi madre, una vez allí, evocó recuerdos pasados. Recordó la primera vez que su madre le contó la historia de la ruta 323, como pasaba noches con sus amigos allí, dispuestos a ver los espíritus de los 323 muertos, y como algunos de ellos se inventaban historias de miedo sobre avistamientos de fantasmas en la zona, y demás tonterías por el estilo. Recordar esto la hizo sonreír. Sin embargo, la sonrisa se le borró al instante cuando vio un cartel, viejo y oxidado, que decía: “ESTÁ USTED LLEGANDO A NORTH VALLEY”. Debajo de este cartel decía: “Pueblo fantasma. Deshabitado. Lugar peligroso, recomendamos no acercarse.”
Extraño, pensó mi madre. No entendía como North Valley podía ser peligroso. Puede que el mal estado de los edificios pudiera hacer que se derrumbaran si alguien entraba dentro, pero, ¿Quién sería tan idiota como para meterse allí? También podía ser que los gases nocivos que se desprendieron en el incendio aun hicieran mella en el medio ambiente. Aunque mi madre no habría sabido decir si eso era posible o no, la verdad.
Poco más tarde, cosa de un minuto o así, divisó unos pocos edificios, quemados y derruidos. Llegó a ver también el gran edificio de la Iglesia del pueblo, el edificio más alto pero también el menos afectado del pueblo. Se lo quedó mirando, bajo el oscuro cielo lleno de nubes que anunciaban tormenta. Se giró hacia George y le dijo:
-Para un momento, por favor.
Así lo hizo él, y ella se bajó del camión. Se fue acercando poco a poco a la que antaño fue la entrada del pueblo. Faltaba el cartelito colgando de un poste que decía: “BIENVENIDOS A NORTH VALLEY”. Vio que el lugar estaba precintado con cintas policiales, cosa que no le impedía pasar, pero que la obligaba a quedarse donde estaba. Si la policía había hecho aquello, por algo sería. Además, empezaba a oler un fuerte hedor, el hedor del humo y las cenizas. Se estaba empezando a marear un poco. Así que decidió dar media vuelta y…
Menuda sorpresa se llevó al ver que estaba sola, en medio de la carretera. No había coche alguno, ni siquiera marcas de ruedas, nada. Simplemente ella, plantada en medio de la nada.
-Será hijo de…
George Clinton había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí, junto con su camión.

5
Consternada, enojada, y todo lo que una podía estar en aquella situación, mi madre emprendió el camino hacia South Valley a pié. El frío del invierno la azotaba, sobretodo porque se había dejado el abrigo en el camión de George. Sin embargo, el resto de cosas las llevaba ella. De hecho, no llevaba mucho encima, solo un poco de ropa y algo de dinero, junto con sus tarjetas de crédito y su maquillaje. Todo ello, en una bolsa de viaje que llevaba colgando del hombro. No tenía mucho dinero, pero el poco que tenía lo utilizaría para comprarse el resto de cosas que necesitase para vivir en South Valley el resto de días siguientes, hasta descubrir el misterio de la carta y de la muerte de su hermano, mi tío.
Iba a paso lento, mirando de tanto en cuanto a izquierda y derecha, por si veía a alguien que pasara por allí, dispuesto a ayudarla. Pero nadie cruzaba la carretera, tal y como había sucedido siempre. Nadie de fuera estaba interesado en entrar en el lugar, y ninguno de los habitantes del lugar tenía interés alguno en lo que había más allá de los bosques que rodeaban ambos pueblos. Eso era triste, muy triste. Pero es que la vida en North Valley, tal y como la recordaba, era muy triste, y suponía que en South Valley aquello no era muy distinto.
Todos aquellos pensamientos la llenaron de melancolía. Y es que la melancolía se había transformado en una visitante muy común de su mente, hasta el punto de ser una forma de vida para María. Mi madre, mi querida madre se acercaba cada vez más, a su pesar, al estado de más absoluta desesperación, el estado al que todos los condenados terminaban decayendo, como en una enfermedad, una horrible enfermedad.
Y no os penséis que digo esto en plan metafórico, en absoluto. La desesperación, para los condenados, es una enfermedad.
Más peligrosa aun que el cáncer.

6
La noche caía a medida que ella avanzaba a través de la ruta 323. Tenía ambos brazos cruzados encima del pecho, y temblaba por el frío. Allí, los veranos podían ser calurosos, pero el invierno era horriblemente frío. Terrible. Además, podía oír el sonido de la tormenta que se acercaba cada vez más y más. La lluvia no tardaría en caer, y aun faltaba un buen trecho para llegar a South Valley. Calculó que, por lo menos, estaba a dos horas a pie. No creía que pudiera aguantar, pero lo que ella creyese daba igual. Debía llegar, fuese como fuese.
Y entonces vio algo delante de ella, varios metros más allá. Era una persona, y cuando estuvo más cerca vio que era una mujer. La lluvia empezó a caer entonces, y su pelo oscuro quedó completamente mojado al cabo de unos minutos. Sin embargo, pese a la lluvia,  no sentía frío, justo lo contrario, sentía un leve calor en el pecho, como si se hubiera encendido una llama en su corazón. Y se hizo el silencio. No oía las gotas de lluvia caer, no oía el viento haciendo ondear su cabello, no oía sus propios pasos, a medida que avanzaba hacia aquella mujer.
Sin embargo, cuanto más cerca estaba de la mujer, iba oyendo unas voces, que susurraban en sus oídos. No era tan solo el sonido de las voces lo que sentía, también el aliento frío y suave que salía de los labios de las personas a quienes pertenecían aquellas voces. Era una sensación extraña y fuera de lo común. Pero no le molestaba, en absoluto. Se sentía acogida, como un niño entre los brazos de una madre. Como si le hubieran extendido dos largos brazos en los que podía acurrucarse y sentirse segura. Como si se estuviera acercando a un lugar donde ella pertenecía realmente, y este la recibiera con los brazos abiertos.
Ahora, se encontraba a un paso de la mujer de pelo oscuro, mojado por la lluvia. La mujer estaba hablando en susurros, moviendo sus labios a una gran velocidad. Mi madre comprendió entonces que las voces susurrantes, absolutamente incomprensibles, venían de aquella mujer, y que el aliento que sentía era el de la mujer. Era imposible, decía una parte de ella, pero a la vez era verdad.
Se frotó los ojos con ambas manos, y cuando volvió a abrirlos la mujer ya no estaba ante ella. Podía sentir, aun con más fuerza, sus susurros y su frío aliento, que sin embargo parecían darle calor. Estaba detrás de ella. Fue girando poco a poco, para encontrarse cara a cara con ella. Los susurros se detuvieron, dejo de sentir el aliento en su nuca. Cuando finalmente estuvo cara a cara con la mujer, contemplo una visión que era a la vez terrorífica y horriblemente triste.
Ante ella, se encontraba un rostro que antaño había sido bello. Donde deberían haber estado los ojos, ahora había dos agujeros profundos y oscuros como el abismo. De esas profundas cavidades salían pequeñas gotas de líquido carmesí, mientras la mujer sollozaba por unos labios que estaban en carne viva, sin piel, los cuales sangraban, mezclándose la sangre de las cavidades con la que salía de los labios. La pálida tez de la mujer estaba marcada con profundas heridas.
La mujer temblaba a cada sollozo. Fue levantando, muy poco a poco, ambos brazos, en un gesto que María entendió al instante. Se acercó a la mujer y, pese al horror que le suscitaba, la abrazó, sintiendo con mucha más fuerza el calor de su pecho. Llegó a sentir que le quemaba el cuerpo, y le dolía cada hueso, cada articulación. Entonces, la mujer dejó de llorar, y le susurró algo al oído, con una voz que no era, en absoluto, humana:
-Bienvenida a tu perdición.
Entonces, el ardor de su pecho se hizo más fuerte. El dolor era insoportable, y no pudo reprimir un grito de dolor absoluto. Entonces, perdió toda su fuerza, y todo a su alrededor empezó a oscurecer, y sintió que la mujer de pelo oscuro se escabullía de entre sus manos, como si no fuera más que una espesa nube de humo que escapaba entre sus dedos, doloridos por la fuerte llama que quemaba en su interior.
Mi madre dejó de sentirlo todo, se sumió en un extraño sueño. Un sueño del que tardaría mucho en despertar. Mientras tanto, yo observaba con miedo como todo aquello pasaba.




CAPITULO 4:
EL PADRE JONES

1
-¡Despierta, por el amor de Dios, despierta!
Una voz estridente, alta y clara, le estaba gritando a mi madre, y ella despertó repentinamente, recuperando el contacto con el mundo real, dejando atrás las pesadillas.
Estaba estirada sobre un colchón dispuesto sobre un suelo de piedra fría y dura. Había una gruesa manta que cubría su cuerpo, y un cojín debajo de su cabeza. Se sentó, y miró alrededor. Al principio no reconoció el edificio en el que se encontraba. Había varios bancos de madera dispuestos en fila uno detrás del otro. Delante de ellos, una enorme cruz con un Jesucristo colgando de ella, un Jesucristo cuyo rostro mostraba el sufrimiento y la desesperación. Había grandes vitrales con representaciones bíblicas a través de los cuales entraba la luz de la luna. Entonces se dio cuenta de que estaba en una iglesia.
Ante ella había un hombre en cuclillas, que la miraba sonriendo. Por lo que mi madre pudo ver, era un hombre de edad avanzada, con un prominente bigote canoso, y larga cabellera blanca. Aunque supuso que, antaño, su cabello había sido de otro tono, castaño, o incluso rubio, quizás. Alrededor del cuello llevaba un alzacuellos, una de aquellas tiras de color blanco con un pequeño cuadrado negro que los sacerdotes acostumbraban a llevar en caso de no ir con sotana.
El hombre le dio la mano y la ayudó a levantarse. Entonces, se la quedó mirando con mirada escrutadora, como si le estuviera analizando el alma. Entonces, el hombre le tendió la mano.
-Soy el padre Jones.
-Yo… me llamo María.
La sonrisa del padre se ensanchó.
-Un placer, María. Digo gracias a Dios de que por fin te hayas despertado.
Parecía que el padre esperara algún comentario por parte de mi madre. Al ver que ella seguía mirándolo sin inmutarse, dijo:
-Te estabas revolviendo mientras dormías de forma exagerada. Parecía que estuvieses poseída. ¡Dios sabe cuánto he rezado para verte despertar!
-Bueno… pues puede agradecerle a Dios el que le haya escuchado. Ya estoy despierta y, si me disculpa…
Mi madre se disponía a salir por la puerta cuando el padre, con una velocidad que María creía imposible en alguien de su edad, le impidió el paso.
-¡No! Durante la noche es peligroso salir.
-¿Por…?
-No hagas preguntas, María. Simplemente, siéntate en el colchón y responde a las mías.
María hizo lo que el padre le mandaba, y esperó a que este le lanzara la primera de las preguntas.

2
-Dime, María. ¿Qué haces aquí?
Mi madre le contó toda su historia, desde su presencia en el Incidente de North Valley, pasando por el suicidio de su marido y la muerte de la señora Matilde. Después, le contó lo de la misteriosa carta, el descubrir que su hermano estaba muerto y que quién le enviaba la carta era su hija muerta hacía tiempo. El padre se la quedó escuchando con el interés de un niño al que le están contando un cuento para ir a dormir. Después de que terminara su narración, el padre le dio la espalda y se puso a andar en círculos, pensativo.
Finalmente, volvió a mirarla, y lanzó la segunda pregunta:
-¿Sabes dónde estás ahora? No me refiero a la iglesia, me refiero a si sabes en que lugar te encuentras.
Mi madre se lo pensó, y se dio cuenta de que había tenido aquella respuesta en la punta de la lengua desde el principio.
-Estoy en South Valley.
No era una pregunta, pero el padre dijo:
-Sí. Y, ¿Sabes lo que ha ocurrido aquí en los últimos cuatro meses?
-No. Mi hermano era la única persona que conocía del pueblo, y no me hablaba mucho con él. Desde la muerte de mi marido, he Intentado evitar cualquier contacto con personas, lugares y objetos de mi vida pasada, para que se me hiciera más soportable la existencia.
-Ya.
El padre volvió a andar en círculos, consultando de vez en cuando un reloj analógico colgado de la pared. Se lo notaba nervioso. En más de una ocasión, a mi madre le pareció oír que el hombre decía: “Santa María, madre de Dios. Protégeme en estos oscuros y aciagos momentos. Que la luz de Dios ilumine mi camino y el de aquellos que lo merezcan. Amén”.
-Bueno, pues será mejor que te lo cuente. Tienes derecho a saberlo, ahora que estás aquí.

3
-Hace cosa de cuatro meses, muchas personas en el pueblo empezaron a enfermar. Al principio nadie supo qué era lo que estaba sucediendo. Este es un pueblo pequeño, y la misteriosa enfermedad se extendía rápidamente.
»Pensamos que sería un virus gripal, o algo parecido, pero los médicos poco podían decir acerca de aquello. Simplemente, los enfermos estaban a más de cuarenta de fiebre y sentían dolor en todo el cuerpo. Y, por extraño que parezca, no murió ninguno de ellos por la enfermedad.
»Eso no fue lo peor, sin embargo. Lo peor fue lo que derivó de todo aquello. Pues había una mujer en el pueblo, que aseguraba hablar en nombre de Dios, y que ella era la salvadora de todos nosotros. Al principió pensé que no era más que una loca que quería hacerse ver, pero me equivoqué. Resultó ser más peligrosa de lo que yo creía.
»Habló de las almas condenadas al infierno y, sobretodo, de las brujas y sus maldiciones. Dijo que todos ellos habían ardido, tal y como merecían arder, por sus errores y sus pecados. Dijo que habían sido condenados al sufrimiento eterno. Y después vino lo peor. Dijo que aquella enfermedad no era más que la condena de aquellos que debían ser condenados y que aun no habían recibido su merecido. La gente, que se encontraba en un estado total de desesperación, se aferró a esa idea.
»En las semanas siguientes, cogieron a todos los enfermos. Dijeron que debían condenarlos ellos mismos, haciéndoles arder en las llamas de la purificación. Lo recuerdo perfectamente. Los amontonaron unos encima de los otros, haciendo una enorme torre humana. Les rociaron el cuerpo con gasolina, y les prendieron fuego. Pude ver como ardían, pude oír sus gritos de terror y desesperación.
»Desde entonces, ha habido varios enfermos más, y todos ellos han corrido la misma suerte. No puedes salir de noche, porque ella y sus seguidores andan por las calles durante las horas nocturnas, llevando grandes antorchas consigo.
-Pero… ¿Aun hay gente que está enfermando?
-¿No lo entiendes? Todos estamos enfermos, en realidad. El aire está cargado de una densidad fuera de lo normal. ¿No lo has sentido? Es todo por culpa de la enfermedad, y también de las cenizas que envuelven el aire.
-Pero aun así… ¿eso no es todo, verdad padre?
Él la miró desconcertado. Entonces, le puso una mano sobre el hombro, sonrió, y dijo:
-María, hay muchas cosas que ni tan siquiera yo comprendo. Cosas que parecen no tener respuesta. Llevo cinco años en este lugar… y aun me sigo preguntando si todo esto es verdaderamente real. Ya hace tiempo que dejé de preocuparme por estas preguntas que no puedo responder. Te recomiendo que hagas lo mismo.
Mi madre asintió, aunque no estaba convencida del todo. Le parecía demasiado surrealista, como si aquel hombre le estuviese contando una historia que se acabase de inventar. Sin embargo, la mirada de aquel hombre decía lo contrario, como si la verdad estuviese completamente reflejada en su rostro. Y así era, en parte. Esos labios parecían incapaces de soltar mentira alguna.
Se dio cuenta de que, a su derecha, estaba su bolsa de viaje, que recogió y se colgó al hombro.
4
Lo que más raro le pareció a mi madre era ver lo anticuado que parecía todo aquello. No solo era el hecho de encontrarse en una iglesia, las cuales ya de por si ofrecen un ambiente arcaico y anacrónico. Era por la falta de luz eléctrica, pues la única iluminación era dada por la luz de la luna, que entraba a través de los grandes ventanales, y unas cuantas antorchas colgadas de soportes metálicos en las paredes.
El padre la llevó por un pasillo hasta un pequeño desván en el que había una trampilla. El padre abrió la trampilla, y descendieron juntos por una escalera metálica. El lugar estaba oscuro, y una vez estuvieron abajo del todo, el padre sacó de su bolsillo una caja de cerillas, e intentó abrirlas. Pero ninguna de ellas funcionó.
-¡Mierda!
A mi madre le hizo gracia oír un sacerdote decir algo semejante. Rebuscó en su bolsa de viaje, hasta que encontró lo que andaba buscando: una linterna, que siempre llevaba consigo por si acaso. Era un tanto pequeña, pero lo suficientemente luminosa como para que pudieran ver en la oscuridad.
El padre la condujo por un laberinto de pasillos. La oscuridad en aquel lugar no era densa, ni mucho menos profunda, pero aun así a mi madre no le inspiró confianza alguna. Parece extraño hablar así de la oscuridad, pero así se sentía. Y con razón.
-¿Para que se usaban estos pasillos?
-No lo sabemos. De hecho, parece que nadie sepa que había en este lugar antes de que construyeran la iglesia. Pero eso da igual, ¿no crees?
María creía que no, que era importante saberlo. Aunque ahora no tenía tiempo para aquello. Tenía curiosidad por saber donde la estaba llevando.
Al cabo de unos minutos, llegaron a una puerta de madera. El padre cogió una llave que llevaba colgada del cuello, junto a su cruz. Con ella abrió la puerta, y entraron al interior de una amplia sala.
-Despertad. He vuelto. Tenemos una nueva compañera.
Mi madre vio que una gran cantidad de personas dormían en camas improvisadas en el suelo. La mayoría de ellos, excepto los niños y los más ancianos, se levantaron y fueron a recibir al padre y a mi madre.
Ella se dio cuenta de que todos ellos vestían de una forma muy anticuada. Y ellos también se extrañaron al ver a mi madre. Algunos se atrevieron a tocar su ropa, comprobando si era real o no. Pero lo que más llamó la atención de los presentes fue la linterna.
-Bienvenida, querida, bienvenida.
-Estamos contentos de ver que el padre ha podido rescatarte.
-No quiero ni pensar lo que podrían haber hecho contigo.
-Que Dios nos ayude.
Múltiples voces iban comentando la llegada de mi madre, diciendo la mayoría de ellos que era una suerte que estuviera a salvo, allí con ellos.
-Estos, María, son todos aquellos que han preferido refugiarse aquí para evitar que los quemaran o algo peor. Tienen miedo, y yo trato de protegerles además de tranquilizarlos. Llevamos aquí mucho tiempo, yendo de vez en cuando en busca de comida y bebida para sobrevivir. Pero incluso durante el día hay peligro.
-Pero tan solo son un grupo de locos con antorchas. ¿No podríais hacerles frente?
-Ya te he dicho antes, María, que las cosas aquí son más complicadas que simplemente eso. Lo comprenderás todo a su debido tiempo.
María asintió, haciendo ver que comprendía. Aunque aquello no era lo único que el padre tenía que decirle a mi madre. Lo siguiente que dijo el hombre llegó a aterrorizar a mi madre:
-Y también hay fuerzas aquí tan oscuras y profundas que escapan incluso del poder de Dios.

5
María y el padre se retiraron  a un rincón a hablar tranquilamente, dejando que los demás volvieran a dormir. El padre esperó a que todos estuvieran completamente dormidos, y entonces le preguntó a mi madre:
-¿Podrías decirme en que año estamos?
El ímpetu con el que soltó la pregunta desconcertó a mi madre. Al principio tan solo pudo articular una pregunta:
-¿Q… qué?
-¡Por el amor de Dios! Dime en que año estamos.
-Pues en… en… debería usted saberlo, creo yo. Está bien saber el…
-No tengo tiempo para comentarios sarcásticos e inútiles, María. Dime en que año crees que estamos.
-1975, por supuesto.
El padre se relajó y se sentó, mirando al otro lado de la habitación.
-¿Qué sucede, padre? ¿Algo le inquieta?
-No, María, ahora ya no. Gracias.
-Gracias… ¿por qué?
El padre Jones la miró.
-Por liberarme de esta carga.
-¿Qué?
-Nada, nada, ya te lo contaré mañana. Ahora debes dormir un rato.
-¿Dormir? Pero…
El padre Jones levantó la mano, insistiendo en que callase. Mi madre le hizo caso y se estiró en el suelo, encima de un colchón. Cerró los ojos, y se dispuso a dormir. No tardo mucho en conciliar el sueño. Aunque, por suerte, aquella noche no hubo pesadillas. Solo tranquilidad absoluta.


O, por lo menos, eso pensó mi madre al principio. Pues la tranquilidad nunca llega para aquellos que han sido condenados.




CAPITULO 5: LA SENDA QUE DESCIENDE

1
Mi madre se despertó, inquieta. Aquel lugar la inquietaba, y durante toda la noche había sentido aquella inquietud en su interior. Era mucho peor que cualquiera de las pesadillas que había tenido desde el Incidente, desde que empezó a sentirse desesperada y triste día tras día. Mucho peor, y aun así más soportable.
Porque de alguna manera, aquella inquietud, a diferencia de las pesadillas y su tristeza, no tenían nada que ver con ella.
Era el lugar.
Aquel maldito lugar.
Vio que el padre Jones no estaba. Suponía que el hombre se había levantado ya, y que seguramente había subido, a rezar o algo por el estilo. Se levantó y fue en dirección al pasillo por el que la había llevado a aquella oscura sala el día anterior, llevándose su bolsa de viaje con ella. Recorrió los pasillos, hasta encontrar la escalera que subía hasta el desván. Una vez subida la escalera, cerró la trampilla de la escalera y salió del desván. Luego recorrió el pequeño pasillo, hasta encontrarse en la capilla de la iglesia.
El padre estaba arrodillado ante la imagen del sangrante Jesucristo que a María tanto aterraba por su tristeza y desesperación. De algún modo, sabía que ella había sufrido tanto psicológicamente como Jesús físicamente. Por eso se sentía identificada con aquella imagen de total desesperación.
El padre la sintió, y se levantó. Sonrió, y se acercó a ella.
-Buenos días, María. ¿Has dormido bien?
-Si, por supuesto. Hacía tiempo que no dormía tan bien. No he tenido pesadillas.
Lo único en aquella frase que era verdad era lo último. No, no había dormido bien. Había pasado una mala noche, en que la ausencia de pesadillas la llenaban de malos presagios acerca de lo que aún debía pasar. Pero no le dijo eso al padre.
-Bueno, me alegro. Supongo que el resto no tardará mucho. Deberíamos bajar.
-¿No podrían subir ellos? Se está mucho mejor aquí, la densidad del aire es mucho menor y hay más luz.
-No, no pueden. Bueno, en realidad no quieren. Su miedo es demasiado grande.
-¿Miedo? ¿A que? Decías que estábamos a salvo de la loca mujer, durante el día, y aquí dentro.
-No es a ella a quien tienen miedo. Temen la luz, el exterior, el día. Las horas en que el sol releva a la luna y a las estrellas, y en la que Dios nos imbuye de su luz.
-¿Temen al día?
El padre asintió. María no podía llegar a creérselo. En los últimos días habían pasado muchas cosas extrañas. Demasiadas. Pero aquello… gente que temía al día. ¿Qué era aquello?
-En cualquier caso, padre, quiero hablarle de algo. Se trata de…
-No, María, déjame hablar antes a mí.
María callo, aunque no estaba del todo convencida en si debía escuchar al hombre.
-Por favor, lo necesito. Llevo mucho tiempo sin… sin hablar con nadie que…
El hombre parecía asustado, desesperado, intranquilo. Durante unos instantes, empezó a dar vueltas alrededor de María, rascándose la cabeza con la mano derecha mientras se mordía las uñas de la mano izquierda.
Paró. Se giró, y miró a María.
-No fui sincero contigo. No sé por qué, no te lo conté todo. Tranquila, no creas que te mentí o algo por el estilo. Simplemente… no te lo conté todo.
María se cruzó de brazos. Aquello la molestaba bastante. El hombre podría habérselo contado todo el día anterior. Podría haber sido sincero, pero ahora le venía con aquello.
Se sentó, y miró con mirada acusadora al padre.
-¿Y bien?
El hombre, muy lentamente, se sentó a su lado.
-En realidad, María, no sé muy bien donde estamos.
-¿Qué?

2
El enfado que había sentido por el hombre debido a su falta de sinceridad se disipó. Lo que acababa de decir le resultaba extraño. ¿Cómo que no sabía dónde estaban? Eso, en vez de enfurecerla, la puso nerviosa.
-Hace tiempo que me digo lo mismo. Esto no es South Valley. Ni siquiera estoy seguro en que año estoy. ¿Has visto tu todo esto? Las gentes, su forma de vestir. Incluso ese enorme reloj analógico que funciona con engranajes. Por eso te pregunté el año. Desde 1970, que fue cuando llegué aquí, he ido contando los días, los meses. Los años. Por eso necesitaba que tú me dijeras que estábamos en 1975. Cinco años, así es, desde aquel día.
-¿Qué día?
-El 7 de febrero.
-¡¿Cómo?!
María evocó los recuerdos de aquel aciago día. Aquel había sido el día del Incidente. Recordaba el fuego, las cenizas. Recordaba el pueblo, desolado y destruido. El olor a quemado. A carne quemada.
Intentó arrancárselos de la mente y dejarlos de lado, con toda la fuerza de su mente.
-Así es. No recuerdo nada. Tan solo un extraño olor. Y cenizas. Muchas cenizas. Me quedé dormido, y cuando desperté estaba en esta iglesia. Me dijeron que era el nuevo padre. Mi mente no recuerda nada de antes de aquello, por lo que creí que aquello era verdad. Pero me extrañó ver como estaba todo de cambiado. Cuando me quedé dormido estaba en 1970, y al despertar me pareció encontrarme en una película antigua. Era muy extraño… Y después sucedió lo de la plaga…
-Padre, ¿sabe algo acerca del Incidente de North Valley?
-¿Qué ha pasado en North Valley? Solo sé, por las gentes que viven aquí, que es peligroso ir allí ahora.
María se quedó pensando un momento acerca de aquello, asimilando lo que le había contado el padre. Estaba desesperada. Sabía que algo allí iba mal. Así que, de nuevo, tomé parte y decidí ayudarla.
Mi madre oyó una voz susurrándole en el oído. Mi voz, seguida de un fuerte aroma a quemado.
“El colgante. El crucifijo. El símbolo.”
Mi madre comprendió el mensaje a la primera. Lleva el colgante con el crucifijo, que le había enviado junto a la carta, colgado del cuello, por dentro de la blusa. Se lo sacó, y se lo tendió al padre.
-Tenga. Póngaselo, por favor.
El hombre accedió, y se lo puso. Pero no pasó nada.
Por supuesto que no. Mi madre no había comprendido del todo lo que debía hacer. Necesitaba otro empujón.
“Tócalo. Ahora. Mira en su interior.”
Mi madre se acercó al padre, y tocó el crucifijo. Entonces, una fuerza le cerró los ojos, y le impidió abrirlos. Si los hubiera tenido abiertos, habría visto al padre con los ojos en blanco.

3
Silencio. Nada más que silencio. En medio de la noche, silencio. Silencio.
Silencio.
Pero el silencio siempre se rompe. Nadie vive en la tranquilidad del silencio para siempre. El silencio no es eterno.
Pero las llamas, las llamas pueden llegar a ser eternas. Y eso es lo siguiente que vio.
Llamas.
Ardientes, eternas.
Llamas.
Rompían el silencio en medio de la oscuridad de la noche.
Rompían la oscuridad de una noche sin luna y sin estrellas.
Las llamas, siempre eternas en el alma de los condenados.
Llamas.
Y rostros. Rostros que se alargaban y se deformaban, convirtiéndose en macabras mascaras de sufrimiento y dolor eternos. Se convertían en terroríficas muecas de desesperación.
Aquellos rostros estaban gritando. Gritando de dolor. Pidiendo a Dios que los acogiera entre sus divinos brazos y que los liberara de las eternas llamas.
Rostros.
Y sus almas. Lo peor de todo era ver sus almas. Oscuras deformaciones de la humanidad, escondidas en las profundas sombras de la realidad. Grandes espejos que reflejaban el lado oscuro de todos aquellos que habían sido condenados a las llamas. Al sufrimiento, al dolor. A la desesperación.
Solo, en medio de aquel macabro espectáculo de llamas, rostros deformados y oscuras almas inhumanas se encontraba un chiquillo de unos nueve años. Pudo reconocerlo, aunque era mucho más joven: aquel era el padre Jones de niño. Con un osito de peluche en la mano derecha.
-Mamá, ¿Qué le pasa a papá?
María se dio cuenta de que ya no estaban en medio de la escena anterior, sino que se encontraban dentro de una casa. Se giró, y vio que el niño se dirigía a una mujer que se escondía entre las sombras. María no le veía el rostro.
-Nada, Alfred, querido. Solo está exhausto. Vuelve a dormir.
María quiso acercarse para ver mejor el rostro de la mujer, pero de repente todo se desvaneció.
Volvió a abrir los ojos.

4
-E… ¿eso ha pasado de verdad?
La pregunta del padre sobresaltó a mi madre. Hizo un brusco movimiento, y cayó de la silla. Se levantó, y contestó:
-Sí. Y no entiendo cómo pudo usted salir de allí con vida.
-Crees que yo estaba allí. Cuando sucedió lo del Incidente.
No era una pregunta.
-Sí. Y además, creo que…
-Morí, lo sé. Lo entiendo. Eso lo explica todo. Aunque…
Miro a su alrededor.
-Esto no es el cielo ¿verdad?
-Creo que ninguno de los que murieron en el Incidente ha ido al cielo.
-¿Entonces esto es el infierno?
-Tampoco, me temo. Algo me dice que hay algo más… No pueden ser ni el cielo ni el infierno, porque, pese a que tú has llegado hasta aquí muriéndote, yo estaba viva antes de llegar aquí.
El padre asintió. Comprendía, a medias, lo que mi madre le decía. Aunque…
Se quitó el crucifijo, y se lo devolvió a mi madre. “Yo ya tengo el mío”, pensó.
-¿Y entonces esto que es?
-La senda que desciende, querida. Hacia el Valle, para ser exactos.
La voz de una mujer les llegó desde sus espaldas. Había entrado por la puerta de la iglesia sin hacer ruido alguno. Era más bien bajita, con el pelo castaño completamente despeinado, cubierto por un velo. Vestía igual de anticuada que las personas que había visto en la habitación encima de la cual ahora mismo se encontraban.
-¡Tú!-dijo con tono inculpatorio el padre.
-Así es, amigo mío. ¿Creías que estarías protegido, escondiéndote entre los brazos de tu preciado Dios? Pero tranquilo, no he venido aquí a hacerte nada. He venido a proponerte algo. Y también a esa amiga tuya. María se llama ¿me equivoco?
Mi madre se sobresaltó. ¿Cómo sabía aquella mujer su nombre?
-¿Qué es lo que quieres, vieja bruja?
-No me vengas con esos insultos, amigo mío. Lo que pretendo hacer es ayudaros a salir de aquí. Quiero que podáis iros de este lugar.
-Llevo aquí cinco años. Y ahora tu, me vienes a decir que…
-Cállate, por favor, te lo agradecería mucho. Podéis dejar atrás este lugar y volver a… bueno, a donde vosotros queráis.
La mujer se fue acercando, a medida que hablaba. Cuando estaba a unos dos metros de ellos, el padre Jones se sacó de un bolsillo de considerable tamaño un objeto que, tanto María como la mujer, identificaron al instante.
Una pistola.
María soltó un grito de espanto.
-¡No te acerques más, bruja! ¡No nos confundirás con tus sucias artimañas!
La mujer dejó de acercarse, y empezó a ir paso a paso hacia atrás.
-Hablas de brujas y del infierno. Pero a mí no me engañas. Todas esas mentiras… cuando tu eres la verdadera bruja. Tú has traído el infierno aquí, ¿no es así? ¡Confiésalo!
De repente, sintieron una fuerte explosión. El suelo empezó a ajetrearse como en un terremoto, y María cayó al suelo. Los temblores se prolongaron durante un minuto, aproximadamente, y después cesaron.
La mujer estaba sonriendo.
-Que lastima…
-¿Qué acaba de pasar? ¡Explícate, bruja!
-Tus queridos amigos… aquellos a los que has intentado proteger…
Su sonrisa se hizo mucho más grande y maliciosa.
-¡Están muertos!
La mano del padre tembló, pero siguió manteniendo cogida la pistola. Se acercó un poco a la mujer, y dijo:
-¡Maldita bruja del demonio! ¿Qué te han hecho ellos a ti para que los tengas que matar?
El padre apretó el gatillo, pero la mujer esquivó la bala con elegancia. Entonces, María se acercó al padre, y le susurró al oído:
-Déjamelo a mí.
Mi madre se giró, y se fue acercando a la mujer.
-¿Por qué querrías ayudarnos? Este hombre lleva encerrado aquí cinco años, sea cual sea este lugar. ¿Por qué ahora?
La mujer avanzó un paso.
-Eres tú, querida. Este no es el lugar al que perteneces. Este no es tu sitio en el mundo. Debes entenderlo. Tampoco él pertenece aquí, aunque no me había dado cuenta hasta ahora. Una pena, pues supongo que su alma ya…
Dejó de hablar, por lo menos durante unos instantes.
-Tan solo llevas aquí una noche, querida. Incluso tan poco tiempo puede ser malo. Aun no ha llegado tu hora. No, aun no. Llegará el momento, ya lo verás. Pero no es ahora.
-¿Y por qué no salvaste a los demás? ¿Para que destruir tantas vidas, si también puedes salvarlas?
Sonrió.
-Sus vidas ya no valían nada. Vosotros sois caminantes perdidos en una senda que no deberían estar siguiendo, y que buscan la forma de salir. Ellos son caminantes de la senda que tienen miedo a seguir adelante.
-¿Qué senda?
Su sonrisa se ensanchó.
-La que desciende hacia el Valle de las Lágrimas.
Ni María ni el padre entendieron lo que dijo la mujer. Sin embargo, esto a ella poco le importaba.
-Ellos ya estaban condenados. Condenados como los que perecieron ante los fuegos del sufrimiento y la desesperación en North Valley. Pero vosotros dos, vosotros, sobrevivisteis a las llamas. Por eso, aun no ha llegado vuestra hora.
La mujer hizo un leve movimiento de cabeza, y se giró. Entonces, mi madre se acercó al padre Jones, le bajó el arma, y le dijo, en voz baja:
-Creo que deberíamos seguirla. Ir con ella, para ver si lo que dice es verdad. Puede que realmente quiera ayudarnos.
-Esta mujer ha matado a cientos de personas en este pueblo. ¿Y aun quieres confiar en ella?
-Pero y si… ¿Y si tiene razón? ¿Y si todos los demás estaban condenados? ¿Y si… y si estaban todos ellos muertos?
-Pero tú misma dijiste que yo también había muerto. ¿Entonces?
María no sabía que decir. Ella, como el padre, también estaba desconcertada. Perpleja.
-Está bien.- dijo el padre, adelantándose-Iremos contigo. Pero tan solo un pequeño intento de engañar-nos, de hacer-nos algo, y pongo a Dios por testigo que te volaré la tapa de los sesos.
La mujer se giró, y María vio que su sonrisa se había ensanchado a medida que conversaban en voz baja. Quizás los había oído…
-Perfecto. Venid, entonces.
El padre guardó el arma, y empezó a seguir a la mujer. María iba tras ellos, a paso lento, intentando aun responder todas las preguntas que se habían formado en su cabeza, sin obtener respuesta alguna.

5
Al salir al exterior, María pudo comprobar finalmente que aquello no era South Valley. Había estado varias veces en el pueblo y, pese a que era pequeño, había muchas más casas que en aquel lugar. De hecho, parecía que no hubiera nada allí donde se encontraban.
El cielo estaba tapado por unas nubes bajas muy densas, que no dejaban entrar ni una pequeña franja de luz. La visibilidad era muy pequeña, pese a que no estaba oscuro, ni había niebla. Simplemente, parecía que sus ojos se negaran a ver más allá de un par de metros por delante de ella. Tuvo que ir pegado a la espalda del padre, que a la vez seguía muy de cerca a la mujer loca.
-Insisto, bruja. Dime que es este lugar.
-Ya te lo he dicho. Esta es la senda que desciende. Aunque me temo que no es eso lo que preguntas, ¿me equivoco?
María se acercó un poco más, caminando junto al padre, para poder oír mejor la conversación.
-Esto, amigo mío, es el South Valley de 1923.
-Ese año fue cuando nací…
-Supongo que eso te ha llevado aquí. De hecho, esto es una representación de lo que antaño fue South Valley. Esas gentes están aquí porqué perecieron en South Valley aquel año, por la terrible enfermedad de la que te han estado hablando. Pero debían ser condenados, seguir descendiendo hasta el final. No lo hicieron, así que tuve que hacerlo yo misma.
-Quieres hacerme creer que… ¿Qué los has ayudado? Haciendo arder a esas personas, matándolas, ¿pretendías ayudarlas a llegar hasta el final de esta “senda” de la que hablas?
El padre estaba enfurecido. María pensó que eso no les convenía si querían ganarse la confianza de la mujer. Pero ella también tenía curiosidad y furia entremezcladas, por saber que era lo que en verdad pasaba.
-¿Qué hay al final de la senda?
La mujer no respondió.
-¿Qué hay?
No obtuvo respuesta alguna. La mujer se mostraba reacia a responderla. ¡Maldita bruja!
-A su debido tiempo, todos los secretos serán revelados.
Esa fue la última palabra que dijo en todo el camino.
Caminaron por calles y calles, cruzándose de tanto en tanto con algún edificio de tamaño pequeño. Pero, en general, el lugar parecía desierto.
No tardaron mucho en llegar al lugar donde la mujer loca quería llevarlos. Era un hospital. María pudo ver, desde fuera, que el interior del hospital era oscuro, mucho más que aquel exterior cuyo cielo estaba tapado por las nubes. Estaban frente a la puerta, cuando ella dijo:
-Yo no puedo internarme en este lugar. No aun. Las fuerzas que en él aguardan descansan ahora que las almas que debían ser condenadas han llegado al final de la senda, pero aun así no estarán dormidas. Nunca duermen.
La mujer juntó ambas manos, y durante un instante pareció rezar. Aunque las palabras que salían de su boca parecían más bien un hechizo macabro y oscuro que no una oración a Dios. Tras esto, extendió las manos, y toco con ambas las puertas del hospital, empujándolas y abriéndolas.
-Tened cuidado, pues uno de los caminos de la senda se encuentra oculto en este lugar. Debéis llegar a la planta baja, por un ascensor que se encuentra al final del pasillo derecho. Allí encontrareis muchas cosas, creedme, pero lo que de verdad os interesa es un espejo con un marco plateado.
-¿Un espejo?
La mujer asintió, y se alejó de la puerta. Antes de irse, sin embargo, les tendió a ambos una caja de cerillas y una vela.
-La luz de una vela no destruye a la oscuridad, pero caminar bajo su amparo es más seguro que andar a tientas en la oscuridad.
Dicho esto, sonrió con esa sonrisa malévola, y se marchó. No tardo mucho en desaparecer de su vista, pues la visibilidad seguía siendo tan nimia como hacía unos instantes.
Entraron, sin saber donde se estaban metiendo.

6
La mujer se alejó de ambos, hombre y mujer, con aquella sonrisa dibujada en el rostro. Le parecía divertido ver lo confiados que habían llegado a ser. Incluso le extrañó que el padre hubiera caído, pues era un hombre testarudo y desconfiado. Pero, al final, todo había salido tal y como ella había planeado. ¡Que dulce satisfacción!
Caminaba a paso lento, hacia el lugar donde los otros dormían. No le extrañaba que se hubieran vuelto nocturnos. La fuerza del Valle era palpable incluso en aquel lugar, y sus almas habían sido tocadas. Muchos de ellos habían entrado también en el hospital, un lugar hostil en que el poder del Valle se encontraba muy presente. Tanto, que el lugar ya formaba parte de él.
Sin embargo, sus “súbditos”, que era como ella los llamaba, habían ido allí siempre bajo la protección del Símbolo de Vilarel, que ella siempre llevaba colgado al cuello. Pese a que el nombre le recordaba un antiguo enemigo de su propia familia, en que se encontraban en el máximo apogeo, era la única protección contra las fuerzas que habitaban el valle. Aunque no siempre servía. Además, el Símbolo no evitaba que el alma de su portador se corrompiera.
En medio de sus cavilaciones, le pareció sentir el roce de la seda en su piel. Se giró, pero tras ella no había nada. Además, su visión en aquel lugar maldito, como la de todos, no llegaba a distinguir figuras lejanas.
-¿Quién eres? Sé que estás allí. ¡Muéstrate!
De repente, vio una sombra que se le acercaba, una mancha borrosa de color oscuro, que se mantuvo un poco alejada de ella. La mujer ya había visto aquella sombra varias veces. La conocía. Y sabía quién se escondía tras esa oscuridad.
-Veo que te has deshecho de la mujer y el sacerdote. No sé si enviarlos al hospital ha sido muy inteligente, la verdad.
-Es la única fuerza del Valle que se encuentra cerca de aquí. Sabes que aun no pueden descender la senda, querido.
-Ya. Pero, a diferencia del Valle, el hospital es un lugar del que se puede escapar. Y tú lo sabes bien. Demasiado bien.
Así era. Ella lo sabía bien. La temporada que había pasado allí dentro había sido horrible. Pero consiguió huir. Huir del oscuro sótano donde estuvo presa. Y ahora…
-¿Qué más da eso ahora? Aunque consigan huir, no podrán escapar de las fuerzas que rodean el Valle.
-Estás siendo demasiado confiada. Deberías haberlos matado…
-No está en mis manos derramar la sangre de… bueno, ya sabes lo que quiero decir.
La mujer se giró, y siguió avanzando. Sin embargo, la sombra se movía junto a ella, a su paso, pegada como si fuera la propia sombra de la mujer.
-¿Qué es lo que quieres?
-Lo sabes bien, tú lo sabes mejor que nadie. Llevo muchos años queriendo lo mismo.
-Pero… sabes que es una locura. El Valle no es más que una ilusión, de momento. Un mundo discordante en el marco de la realidad. Poco más que un pensamiento.
Durante unos instantes, ninguno de ellos no dijo nada. Finalmente, la sombra se puso ante la mujer, impidiéndola continuar.
-Los pensamientos no matan gente, hermana. Intenta comprender eso. Y recuerda: los condenados arderán…
-…en las eternas llamas del sufrimiento y la desesperación.
Dicho esto, la sombra se fue. O, más bien dicho, se disolvió como si no fuera más que humo. Un humo oscuro, profundo, denso.
La mujer siguió andando, sonriendo. Lo que la sombra había dicho era cierto. Los condenados arderían, claro que sí. A su debido tiempo.

Y mi madre sería uno de ellos.
by Alex Cotet

1 comentario:

  1. M'agrada molt Alex, l'aniré llegint quan vagis pujant més capítols :)

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