CAPITULO 8: EL LIBRO Y LA VISIÓN
1
No tardó mucho en recuperarse. La herida se curó muy rápidamente. Como
había estado muy débil después de la pérdida de sangre, los doctores decidieron
que se quedara en el hospital hasta que la herida acabara de cicatrizar,
momento en el que le sacarían los puntos que le habían hecho. Fue tan solo otra
semana.
Durante esos días, recibió continuas visitas del Doctor O’Brian. Pese a
que odiaba a ese hombre, mi madre soportó bastante bien sus continuas visitas.
De hecho, se hacían soportables por el hecho de que, tras cada sesión, no
recordaba nada de lo sucedido durante ella. Tan solo que en todas y cada una de
ellas, el doctor la sometía a hipnosis, o algo por el estilo. Sin embargo,
nunca le dijo nada acerca de lo que le revelaba en estado hipnótico.
El único día que recordaba mi madre en que habló con el doctor, fue uno
en que este se percató del crucifijo que llevaba colgado mi madre al cuello, el
que le había enviado.
-¿Sabe usted lo que es este símbolo?
Mi madre no entendía que quería decir el hombre. No respondió nada,
sumamente intrigada por su comentario.
-Es el símbolo de Vilarel. Dicen que da suerte y protección al que lo
lleva.
-¿Vilarel?
Mi madre nunca había oído ese nombre.
-¿Conoces a los Meck, María? ¡Pero que preguntas hago, claro que sí!
Hay muchos mitos sobre los Meck en los Valleys, algunos de ellos,
desgraciadamente, ciertos. Vilarel fue el único que se atrevió a cuestionar su
autoridad en los tiempos en que los Meck se encontraban en su máximo apogeo.
Intentaron matarlo, pero las leyendas que corren por ahí dicen que Vilarel era un
ser de gran poder, y que, por lo tanto, los Meck no pudieron tomar ninguna
represalia contra él.
-¿Eso lo dice en serio o se lo está inventando?
-Va en serio, María. El caso es que Vilarel existió realmente, pero lo
que se dice sobre lo de que era un ser de enorme poder…- volvió a sonreír con
aquella sonrisa mezquina suya- La gente llega a inventarse muchas cosas. El
caso es que, incluso hoy en día, hay gente que deposita su fe en Vilarel y en
su símbolo, pues dicen que el mal y la oscuridad son repelidas por las fuerzas
de Vilarel.
-¿Intenta decirme que este símbolo me protege de todo mal, y que
tiene…?
-No te hagas ilusiones, María. Las leyendas no son reales. Para algo
las llaman leyendas.
Mi madre no estaba tan segura de aquello.
Cuando llegó el día en que le dieron el alta, mi madre estuvo contenta
de saber que ya no volvería a ver al Doctor O’Brian. Le quitaron los puntos,
que resultó mucho menos doloroso de lo que pensó al principio. Después le
devolvieron todas sus cosas, dentro de su bolsa de viaje, y pudo salir por fin
del hospital.
Sin embargo, no tenía donde ir. ¿Qué podía hacer?
Había pensado ir a casa de su hermano, para empezar. Pero pensó que, si
algo malo había pasado allí, y si realmente había muerto en extrañas circunstancias,
el paso al interior de la casa estaría prohibido. Y que alguien estaría
investigando.
Además, no estaba del todo segura de lo que se podía encontrar al
entrar en la casa. Podía haber cualquier cosa. Podía suceder cualquier cosa.
-¿María?
Mi madre se giró cuando oyó que la llamaban. A su izquierda, vio a
Jonathan acercándosele corriendo. Una vez estuvo a su lado, estaba exhausto por
la carrera que había hecho desde el coche, a varios metro de allí, hacia el
hospital, sabiendo que ella saldría en aquel momento.
-¡Jonathan! ¿Qué haces aquí?
-Me dijeron que te darían hoy el alta, a esta hora. Y he pensado que lo
mejor sería irte a verte.
A mi madre le hizo gracia pensar que aquel hombre, el cual apenas
conocía de nada, se había preocupado tanto por ella. Y, en cierta manera, le
gustaba. Además, era atractivo…
-Ahora que lo pienso, ¿no tienes ningún lugar donde ir, me equivoco?
-No. Y no conozco a nadie por aquí que tenga dónde hospedarme
-Bueno, sí que conoces a alguien. Me conoces a mí.
-¿Tienes un piso en South Valley?
Las esperanzas de mi madre crecieron en ese momento. Por fin la suerte
la sonreía.
-Sí, en King Street. No está muy
lejos de aquí, y menos en coche. No tenía pensado volver, pero hace una semana
me instalé allí. Por lo menos, lo he arreglado para que sea habitable. Sin
embargo…
Desvió su mirada. Mi madre ya lo había visto hacer aquello. Estaba
pensando. Diciendo lo que quería decir en su interior. Aunque, de alguna forma,
ella consiguió oír lo que pensaba: “Sin embargo todo sigue oliendo a ella.
Sobre todo la cama, en la que pasé muchas noches yaciendo a su lado.”
Volvió a mirarla.
-Bueno, pues si te apetece…
-Sí, por supuesto que sí. Para el caso, no tengo nada mejor que hacer.
Jonathan asintió, y la condujo hacia el coche. Le abrió la puerta para
dejarla entrar, y después entró él. Arrancó el coche y fue en dirección a King
Street.
3
Tras pasar por Rowling Street y girando a la derecha hacia Benchley
Street, se llegaba a una larga calle que no tenía nombre. Esta calle se dividía
en otras cuatro calles que sobresalían como pequeños apéndices de ella. La
segunda era King Street. Todo allí eran bloques de pisos, y Jonathan vivía en
uno verde lima con pequeños balcones que de poco servían, pues lo único que
podías ver al salir a ellos era el bloque de delante. Magnifica vista.
Ante el bloque de pisos había un cartel que decía: “Pisos y residencias
Blatty.”
Mi madre se preguntó hasta que punto el piso de Jonathan sería
habitable para dos personas. Él entro en el ascensor seguido de ella, y pulsó
el botón del quinto piso. Mi madre estaba aterrada, pues la última vez que
había estado en un ascensor la cosa no había salido precisamente bien.
Cuando finalmente llegaron a la quinta planta, ella se apresuró a salir
del ascensor. Jonathan la llevó a través de un largo pasillo lleno de
habitaciones. Cada una de ellas estaba marcada con un número. Finalmente,
llegaron a una puerta marcada con el número 323. Jonathan sacó las llaves y
abrió la puerta.
El interior del apartamento era mucho mejor de lo que había pensado.
Estaba decorado de forma sencilla, pero el aspecto era bastante aceptable.
Parecía que la decoración, con sus pequeños y simples detalles que embellecían
el apartamento, fuera cosa de una mujer. Y mi madre supuso que el hombre lo
había decorado tal y como lo habría hecho su mujer hacía muchos años.
Por suerte, había dos habitaciones. Una era la principal, donde dormía
Jonathan, y la otra la de invitados, que él dispuso rápidamente para que mi
madre pudiera acomodarse en ella. Esa era la única sala sin decoración. Y, en
un momento en que estaba sola, se dio cuenta de que había tres cajas a la
izquierda de la cama, arrimadas a la pared. Las abrió, y comprobó, con tristeza
lo que había en su interior. Eran fotos, y en todas ellas había una bella mujer
sonriendo. A mi madre le sorprendió en parecido que tenía la mujer de las fotos
con ella misma.
Aquellas fotos eran las de la mujer de Jonathan.
-A Lisa le gustaban mucho las fotos. Se las hacía a tosas horas.
Ella se giró, y lo vio sentado en la cama. No lo había oído entrar.
-Lo siento… yo…
-No pasa nada, no te preocupes, mujer. Es normal que sintieras
curiosidad.
Un momento de incomodo silencio.
-¿Y por qué las tienes aquí guardadas, todas estas fotos?
-Su… su solo recuerdo… me duele en el alma. No creo que puedas
entenderlo, pero… Cada vez que miro cualquiera de estas fotos, siento… siento
como si… como si mi alma se resquebrajara en mil pedazos. Es un dolor
inconcebible.
-Lo sé. Entiendo cómo te sientes.
No le había contado aun a Jonathan nada acerca de mi muerte y la de mi
padre. En ese instante, aprovechó para contárselo todo, sus desdichas e
infortunios de los últimos años.
Y él la escucho.
E, igual que ella, entendió el dolor que sentía mi madre.
Ambos compartieron su dolor.
4
Los tres días siguientes, mi madre estuvo dando
vueltas por el pueblo. No había estado muchas veces allí, pero lo conocía lo
suficiente como para no perderse. Sin embargo, se dio cuenta de que había
varios cambios apreciables en él. Por ejemplo, habían abierto un nuevo
supermercado junto a Tolkien Street. Y habían reformado el edificio del
ayuntamiento, que la última vez que lo vio estaba muy desvencijado. Los otros
dos supermercados del pueblo (sí, era pequeño pero tenía tres supermercados),
uno en Collins Street, cerca de King Street, y el otro en Gaiman Street, ya los
conocía. Y no habían cambiado mucho, la verdad.
Cada día, después de la vuelta que daba por el
pueblo, volvía a King Street en el piso de Jonathan y comían juntos. Para
cenar, lo mismo. Le cogió mucha simpatía al hombre. Tras una semana, empezó a
sentir algo que no habría sabido definir. Algo que hacía tiempo que no sentía.
¿Qué podía ser? Pocas veces había experimentado semejante sensación, y no la
llegó a identificar del todo. Pero hizo caso omiso a esto, pues tenía
preocupaciones más importantes.
A lo largo de aquellos días, durante los
paseos, intentaba comprender todo lo que había pasado hasta el momento. Buscaba
distintas interpretaciones de los extraños sucesos ocurridos, sin conseguir
nada más que plantearse aun más preguntas de las necesarias.
Uno de aquellos días, fue a la biblioteca. Se
encontraba cerca del ayuntamiento, justo delante del Bart’s Café, en Bachman
Street. Las grandes puertas de madera fueron abiertas por un hombre mayor con
gafas antes de que mi madre hiciera gesto alguno. El hombre la miró, sonrió, y
después se fue.
“Otra cosa que añadir a mi lista de cosas
extrañas” pensó mi madre. Pero poca importancia tenía aquello ahora. Entró
rápidamente en la biblioteca, captando ese característico olor que hacen las
bibliotecas. El olor del saber, del conocimiento. Y, ya que estamos, el del
polvo acumulándose en las estanterías. Al otro lado de la gran sala en la que
se encontraba, había un escritorio de madera lleno de papeles. Detrás, había
una gran estantería llena de archivos y documentos. Erguida tras el escritorio
de madera, había una mujer bajita y regordeta, que llevaba puesto un vestido
azul con estrellas estampadas en él, que terminaba en una pequeña falda que le
colgaba por debajo de las rodillas. Mi madre se le acercó, y la mujer la saldó
con simpatía.
-Buenos días. ¿En que puedo ayudarla?
El tono casi infantil de su voz le dio buenas
vibraciones a mi madre.
-Verá, tengo curiosidad por saber…
Se lo pensó antes de responder. Llevaba días
preguntándose acerca de Vilarel, intentando comprender más acerca de él. Pero
no había conseguido en Internet información alguna sobre él, y mucho menos
sobre su símbolo, que ella llevaba colgado al cuello. Y por esto estaba allí,
así que, ¿por qué no se atrevía a preguntarle?
-Busco información acerca de Vilarel y su
símbolo. ¿No tendrán acaso…?
La expresión de la mujer cambió. ¿Era asombro
lo que veía en su rostro?
-¿No es de por aquí, verdad?
-Bueno, durante muchos años viví en North
Valley. Pero no sé nada de Vilarel.
La expresión de asombro de la mujer se acentuó.
-Lo siento, pero no puedo ayudarla. No hay
libro ni archivo alguno que pueda conseguirle que hable de Vilarel.
Menuda mala suerte. Sin embargo, mi madre no se
echaría atrás solo por esto. Pensó en algo rápidamente, algo que tenía como
plan B en caso de que le pasara lo que le acababa de pasar.
-¿Y sobre los Meck? Seguro que de ellos tiene
algo.
-¿De ellos tampoco sabe nada?
-Solo lo que se cuenta por allí. Pero la
mayoría son poco más que leyendas.
La mujer salió de detrás del escritorio.
-Venga, le daré el libro que busca.
Mi madre la siguió hasta una pequeña habitación
donde se encontraban todos los libros que no “exponían” en las estanterías de
la biblioteca. De entre todos aquellos, le dio a mi madre uno que tenía aspecto
de ser muy antiguo, cuyas tapas negras estaban manchadas. Una vez hecho esto,
la bibliotecaria volvió al lugar que debía ocupar y recuperó su expresión
alegre.
Mi madre cargó con el libro hasta una de las
muchas mesas de la biblioteca, donde lo depositó y se sentó. Le extraño
comprobar que el libro pesaba mucho más de lo que debería. Era grande, de
acuerdo, pero no tanto como para pesar tanto. Eso pensaba ella. Que equivocada
estaba. No sabía, no llegaba a comprender el poder que escondía aquel solo
libro. Las oscuras fuerzas del Valle obraban a través de él, y ella no lo
sabía.
Lo abrió. En el interior, con letras negras y
alargadas, había escrito el título del tomo: “Las Oscuras Sendas de la Sangre”.
Debajo, mucho más pequeño, había escrito: “Vida e Historia de los Meck”.
Al principio no contaban más que pequeños datos
históricos que poco le importaban a mi madre. Lo verdaderamente interesante se
escondía en la segunda parte del libro. Esa parte en concreto hablaba de los
mitos y leyendas que se han ido contando a lo largo de los años acerca de los
Meck.
Mi madre encontró una página encabezada por el
título “Vilarel y el símbolo de la luz”. Empezó a leer.
Vilarel
fue, en su momento, el único hombre con el valor necesario para enfrentarse a
los Meck. Nadie supo nunca de donde venía. Su repentina aparición en el pueblo
fue el inicio de tiempos aciagos para los Meck. La oscura religión que ellos defendían
a precios muy altos, hasta el punto que incluso eran capaces de matarse entre
ellos, fue abandonada por los habitantes del pueblo, que estaban hartos ya de
los continuos sacrificios que los Meck les obligaban a llevar a cabo hacia su
diosa, la Reina Carmesí. Vilarel instauró en el pueblo una comunidad de
cristianos que se fue haciendo más y más grande. Los Meck fueron perdiendo
poder, y con ello, un siglo más tarde, finalmente perdieron toda su autoridad y
poderío. Los Meck ya no eran más que cosa del pasado.
Sin embargo, durante esta etapa en que Vilarel sublevó al pueblo, los
Meck hicieron una maldición. Esta maldición tenía como objetivo destruir el
alma de todos aquellos que fueran en contra de la familia. Nadie los tomó en
serio, pues creían que lo de “destruir el alma” era una cuestión ridícula. Y,
así, hicieron caer a los Meck.
Vilarel, sin embargo, se tomó muy en serio la maldición de los Meck, y
creó un símbolo para proteger de la oscuridad a los que acabaron malditos. Pero
él no los llamaba malditos, los llamaba condenados.
El Símbolo de Vilarel, también conocido como símbolo de la luz, sigue
siendo hoy en día utilizado por aquellas personas que creen que la maldición
puede hacerles algún mal. Pero hay muchas otras cosas que se desconocen de
Vilarel.
Una de muchas ellas es…
El párrafo que seguía, que era muy extenso, era
inteligible. Había manchas de tinta que impedían ver que ponía.
-Maldita sea…- dijo mi madre, en voz baja.
Creía que la parte más importante estaba
escondida en aquel párrafo. El secreto que había venido a desvelar. Pero, ¿Cómo
podía hacerlo si aquellas manchas se lo impedían?
Sin embargo, de repente las páginas empezaron a
pasar solas, sin que ella las tocara siquiera. Pararon, finalmente, al llegar a
una página en blanco, muy al final. Entonces, una bocanada de aire caliente le
impactó en el rostro, con tanta fuerza que casi se cae hacia atrás. Sobre el
papel, ante sus ojos, se dibujan unas palabras con tinta negra.
Hola, María. Déjame
robarte unos minutos de tu tiempo.
Mi madre reconocía aquella caligrafía. Si,
así era. Impulsivamente, quiso responder. Algo dentro de ella le decía que
debía contestar, hablando, aquel saludo.
Pero entonces se acordó de donde estaba. Miró
a su alrededor. Pero el tiempo se había parado. Repentinamente, todo a su
alrededor, todo excepto ella, excepto el libro que tenía ante sus ojos, se
había quedado totalmente parado. La bibliotecaria que la había atendido seguía
sonriendo. Un hombre alto y delgado se había quedado parado justo cuando estaba
sacando un libro de la estantería, y se encontraba en una posición bastante
cómica. Se habría reído de la situación, si no fuera por la extraña sensación
que le sobrevino. El calor, que le oprimía el cuerpo. La densidad del aire.
Siempre la densidad del aire. Pero había algo mucho peor.
Las sombras que estaban a su alrededor se
hacían más y más oscuras, y se estaban moviendo como si estuvieran vivas. Pero
sabía que no le harían nada.
Eran las sombras, que estaban hablando con
ella.
Así es, María.
Somos sombras que habitan en este mundo cruel y despiadado donde la muerte
vence sobre cualquier otra fuerza.
Aquellas palabras… Mi madre había oído a
alguna persona, muy cercana a ella, decir aquellas mismas palabras. ¿Quién?
¿Cuánto tiempo hacía de aquello?
-James, ¿eres tú?
Lo que había escrito ahora se borró, y en su
lugar apareció una única palabra:
Sí.
Mi madre no había pensado en el tío James en todo el tiempo que llevaba
viviendo en casa de Jonathan. Había estado más preocupada en sus propios males,
en los extraños acontecimientos de los días anteriores, en las preguntas que
llenaban su mente. Y se había olvidado de su hermano. ¿No le habían dicho que
había muerto?
Pobre de mi madre. Demasiadas cosas tenía en
la cabeza. Dentro de poco le iba a explotar, seguro. ¿Cómo podía ayudarla, yo,
incapacitada en un lugar donde fuerzas oscuras me vigilaban todo el tiempo, sin
descanso? Horrible era pensar en todo aquello. Sin embargo, en eso pensé, y en
eso pienso ahora.
Unas nuevas palabras se escribieron en el
libro.
Mi muerte no
importa ahora, María. Lo que es importante es que sepas lo que ocurre.
Mi madre estaba agarrotada. Se sentía
impotente, incapaz de hacer nada. Por mucho que intentaba hablar, lo único que
salía de su boca era aire.
Sé que recibiste
una carta de Alice, María. Debes saber la verdad, aunque yo no pueda
contártela.
Recuperó un poco la
compostura. A lo largo de aquellos días se había acostumbrado a ver y oír cosas
extrañas. O, más bien dicho, se había obligado a si misma aceptar la verdad.
Pero esto la había impresionado. Hacía tanto tiempo que no veía a su hermano…
El hecho de estar hablando ahora con él…. era extraño.
-¿Qué… qué quieres
decir?
Lo que se escondía en
el libro (digamos que era la sombra de lo que fue en vida mi tío James) tardó
un poco en responder.
Antes de nada debo advertirte, María: No debes separarte
por nada del mundo del Símbolo de Vilarel. Es lo único que puede protegerte.
Desaparece. Vuelve a aparecer:
Debes recordar todo lo que
sucedió en North Valley durante nuestra infancia ¿Te acuerdas?
No. Por raro que parezca mi madre no recordaba nada de su
infancia. Y lo peor de todo no era eso, lo peor era que no se había dado cuenta
hasta entonces.
Su mente… vio imágenes viajando a través de sus recuerdos,
y esas imágenes se desvanecían ante ella, impidiéndole ver nada en su intento
por recordar. Aunque no se desvanecían. En realidad, las imágenes eran
consumidas por poderosas llamas, como si esas imágenes no fueran más que
fotografías.
No sabía cómo decir todo aquello. A mi pobre madre le era
cada vez más difícil describir lo que sentía, lo que pasaba por su mente. Pero
no fue necesario.
No. No lo recuerdas. Y tiene
sentido, pues ellos así lo quieren.
Por lo que supongo que no
recuerdas nada de lo que ocurrió durante el Incidente.
-¿Cómo? ¡Claro que lo recuerdo! Recuerdo las llamas,
recuerdo los gritos, recuerdo las cenizas. Recuerdo el hedor del aire.
Recuerdo…
No recordaba más. Nada más. Pero en el fondo sabía que
había más
No. No hablo del día del
incendio, María. El Incidente es mucho más que eso. Quiero decir lo que sucedió
antes. Antes del incendio.
-¿Antes?
Mi madre no entendía nada. Y yo, por aquel entonces, en
que observaba con atención lo que ella hacía, en que huía de las fuerzas que
querían destruirme, en que intentaba ayudarla a ella, de cualquier forma que me
fuera posible, tampoco entendía nada de aquello. Era una observadora en aquella
extraña escena de revelaciones misteriosas. Pero, pese a ver con ojos distintos
aquella escena, pese a saber muchas más cosas que la mujer sentada ante la mesa
y que la sombre de lo que antes había sido mi tío James, había algo que se me
escapaba. ¿Qué era? No lo sabría hasta mucho más adelante.
5
Los mensajes del libro pararon repentinamente. Mi madre
pensó que su hermano, encerrado en aquel libro, había terminado de hablarle.
Pero no era así.
El último mensaje del que antes había sido mi tío James,
de un hombre que los fines de semana me traía siempre regalos y que me llevaba
al circo del pueblo a subirme a las atracciones, el que me contaba cuentos
antes de irme a dormir siempre que venía (y podía, pues a veces cogía grandes
borracheras), fue enviado, si podemos decirlo así. Solo que este era distinto,
pues parecía que alguien lo hubiera escrito con gran énfasis, y todo él con
grandes letras mayúsculas:
EL MIEDO AL FUEGO CONSUME EL
ALMA EN CENIZAS
El libro se cierra. El tiempo vuelve.
6
Mi madre se levantó de la silla. Tenía intención de
llevarse el libro a casa, así que volvió a ir hacia la bibliotecaria. Por
suerte para ella, conserva el carné de hacía unos años. El problema de North
Valley es que no había habido biblioteca, y a veces a mi madre le gustaba, de
tanto en cuando, ir para coger unos cuantos libros. Lógico, ¿a que irás a la
biblioteca? ¿A comprar bonos de lotería? Suponía que el carné aun le serviría…
-Perdone, pero me gustaría llevarme este libro. ¿Me sirve
este carné?
La mujer se la quedó mirando con expresión seria. Su
mirada iba del libro a mi madre.
-Lo… lo siento. No puede.
-Bueno, podría hacerme un nuevo carné y…
-No… no es el carné. No puede llevarse el libro, con o
sin carné.
¡Maldita sea! Estaba segura de que e. libro contenía algo
más interesante que pudiera sacar de él. ¿Por qué carajos…?
De repente se oyó un fuerte sonido. La bibliotecaria miró
por encima del hombro de María, y empezó a correr en aquella dirección.
Mi madre se giró, y vio una escena que consideró de lo
más oportuna en ese momento. El hombre alto y delgado que había visto antes
cogiendo un libro tenía ahora encima un montón de libros que se le habían caído
encima. Había intentado coger uno de los estantes superiores, en los que se
apilaban formando altas torres. Pero la torre de libros se tambaleó y,
finalmente, cayó, haciendo que las torres de libros de sus lados cayeran
también. Estaban ayudando al hombre a levantarse.
Mi madre aprovechó aquella oportunidad. Se marchó todo lo
sigilosamente que pudo, pasando por detrás de la bibliotecaria, que, como otras
personas, se reunía alrededor del hombre y los libros, recogiendo los tomos
mientras el hombre se levantaba y se rehacía.
Cuando la bibliotecaria se quiso dar cuenta, vio que ella
ya no estaba. Su primera expresión me pareció cómica. Pero después su rostro
cambió. No era ira lo que había en su cara, cosa que habría resultado lógica
teniendo en cuenta que acababan de robarle delante de las narices un libro de
la biblioteca en sus horas de trabajo. No, aquello no era importante en verdad.
Su expresión era la misma que tantas veces había visto en
aquellas personas que querían esconder oscuros secretos, y que habían fallado
en el intento. Era una expresión de absoluto pavor.
7
Atemorizada por la expresión que había visto en la mujer,
abandoné la “ventana” por la que estaba observando la escena. Es difícil
explicar cómo son estas ventanas que conectan ambos mundos. No son ventanas
verdaderamente, pero es lo que más se le parece. El caso es que mediante ellas
podía observar a mi madre, y su descubrimiento fue maravilloso para mí. Sin
embargo, era un gran riesgo, pues el Valle siempre observa a sus víctimas.
Y, recordadlo, yo soy una condenada.
8
Mi madre caminaba nerviosa hacia el piso de Jonathan.
Cargaba con el libro en la mano derecha. Mientras, pensaba en todo lo que había
visto en el libro. Pero sobretodo, en el hecho de que la bibliotecaria le
impidiera llevarse el libro. Era extraño, cuanto menos.
Yo, aunque ella no lo sabía, estaba en esos momentos a su
lado, junto a ella. Observándolo todo con atención, dispuesta a protegerla si
algo malo le ocurría. Sin embargo…
Algo sucedió entonces. No era algo real, aunque tampoco
era un producto de su imaginación. Era una visión, una visión muy real. Yo
también pude verla porqué, de alguna forma, estaba conectada a mi madre.
Lo que vio ante ella era a una niña. Una niña un poco
mayor que yo. Tenía el pelo corto, negro como el carbón, y llevaba un vestido
de color gris. La niña tenía la cara llena de heridas, muy profundas, que
sangraban.
La niña se le acercó.
-¿Has visto a mi madre? No sé donde esta mi mami. ¡MAMI!
Entonces empezó a moverse violentamente. Otra persona
habría dicho que estaba convulsionando. Pero aquello era mucho más que
convulsionar. La violencia de sus movimientos era inhumana, imposible, llegando
a niveles de flexibilidad imposibles. Gritó:
-¡MAMI, MAMI NOOOOO! NO ME GUSTA, MAMI, NO ME GUSTA.
QUEMA, QUEMA. ¡QUEMA!
Entonces, un grito desgarrador. Y, en un abrir y cerrar
de ojos, la niña se convirtió en cenizas.
Cenizas.
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