CAPITULO 5: LA SENDA QUE DESCIENDE
1
Mi madre se despertó, inquieta. Aquel lugar la inquietaba, y durante toda
la noche había sentido aquella inquietud en su interior. Era mucho peor que
cualquiera de las pesadillas que había tenido desde el Incidente, desde que
empezó a sentirse desesperada y triste día tras día. Mucho peor, y aun así más
soportable.
Porque de alguna manera, aquella inquietud, a diferencia de las
pesadillas y su tristeza, no tenían nada que ver con ella.
Era el lugar.
Aquel maldito lugar.
Vio que el padre Jones no estaba. Suponía que el hombre se había
levantado ya, y que seguramente había subido, a rezar o algo por el estilo. Se
levantó y fue en dirección al pasillo por el que la había llevado a aquella
oscura sala el día anterior, llevándose su bolsa de viaje con ella. Recorrió
los pasillos, hasta encontrar la escalera que subía hasta el desván. Una vez
subida la escalera, cerró la trampilla de la escalera y salió del desván. Luego
recorrió el pequeño pasillo, hasta encontrarse en la capilla de la iglesia.
El padre estaba arrodillado ante la imagen del sangrante Jesucristo que
a María tanto aterraba por su tristeza y desesperación. De algún modo, sabía
que ella había sufrido tanto psicológicamente como Jesús físicamente. Por eso
se sentía identificada con aquella imagen de total desesperación.
El padre la sintió, y se levantó. Sonrió, y se acercó a ella.
-Buenos días, María. ¿Has dormido bien?
-Si, por supuesto. Hacía tiempo que no dormía tan bien. No he tenido
pesadillas.
Lo único en aquella frase que era verdad era lo último. No, no había
dormido bien. Había pasado una mala noche, en que la ausencia de pesadillas la
llenaban de malos presagios acerca de lo que aún debía pasar. Pero no le dijo
eso al padre.
-Bueno, me alegro. Supongo que el resto no tardará mucho. Deberíamos
bajar.
-¿No podrían subir ellos? Se está mucho mejor aquí, la densidad del
aire es mucho menor y hay más luz.
-No, no pueden. Bueno, en realidad no quieren. Su miedo es demasiado
grande.
-¿Miedo? ¿A que? Decías que estábamos a salvo de la loca mujer, durante
el día, y aquí dentro.
-No es a ella a quien tienen miedo. Temen la luz, el exterior, el día.
Las horas en que el sol releva a la luna y a las estrellas, y en la que Dios
nos imbuye de su luz.
-¿Temen al día?
El padre asintió. María no podía llegar a creérselo. En los últimos
días habían pasado muchas cosas extrañas. Demasiadas. Pero aquello… gente que
temía al día. ¿Qué era aquello?
-En cualquier caso, padre, quiero hablarle de algo. Se trata de…
-No, María, déjame hablar antes a mí.
María callo, aunque no estaba del todo convencida en si debía escuchar al
hombre.
-Por favor, lo necesito. Llevo mucho tiempo sin… sin hablar con nadie
que…
El hombre parecía asustado, desesperado, intranquilo. Durante unos
instantes, empezó a dar vueltas alrededor de María, rascándose la cabeza con la
mano derecha mientras se mordía las uñas de la mano izquierda.
Paró. Se giró, y miró a María.
-No fui sincero contigo. No sé por qué, no te lo conté todo. Tranquila,
no creas que te mentí o algo por el estilo. Simplemente… no te lo conté todo.
María se cruzó de brazos. Aquello la molestaba bastante. El hombre
podría habérselo contado todo el día anterior. Podría haber sido sincero, pero ahora le venía con
aquello.
Se sentó, y miró con mirada acusadora al padre.
-¿Y bien?
El hombre, muy lentamente, se sentó a su lado.
-En realidad, María, no sé muy bien donde estamos.
-¿Qué?
2
El enfado que había sentido por el hombre debido a su falta de
sinceridad se disipó. Lo que acababa de decir le resultaba extraño. ¿Cómo que
no sabía dónde estaban? Eso, en vez de enfurecerla, la puso nerviosa.
-Hace tiempo que me digo lo mismo. Esto no es South Valley. Ni siquiera
estoy seguro en que año estoy. ¿Has visto tu todo esto? Las gentes, su forma de
vestir. Incluso ese enorme reloj analógico que funciona con engranajes. Por eso
te pregunté el año. Desde 1970, que fue cuando llegué aquí, he ido contando los
días, los meses. Los años. Por eso necesitaba que tú me dijeras que estábamos
en 1975. Cinco años, así es, desde aquel día.
-¿Qué día?
-El 7 de febrero.
-¡¿Cómo?!
María evocó los recuerdos de aquel aciago día. Aquel había sido el día
del Incidente. Recordaba el fuego, las cenizas. Recordaba el pueblo, desolado y
destruido. El olor a quemado. A carne quemada.
Intentó arrancárselos de la mente y dejarlos de lado, con toda la
fuerza de su mente.
-Así es. No recuerdo nada. Tan solo un extraño olor. Y cenizas. Muchas
cenizas. Me quedé dormido, y cuando desperté estaba en esta iglesia. Me dijeron
que era el nuevo padre. Mi mente no recuerda nada de antes de aquello, por lo
que creí que aquello era verdad. Pero me extrañó ver como estaba todo de
cambiado. Cuando me quedé dormido estaba en 1970, y al despertar me pareció
encontrarme en una película antigua. Era muy extraño… Y después sucedió lo de
la plaga…
-Padre, ¿sabe algo acerca del Incidente de North Valley?
-¿Qué ha pasado en North Valley? Solo sé, por las gentes que viven
aquí, que es peligroso ir allí ahora.
María se quedó pensando un momento acerca de aquello, asimilando lo que
le había contado el padre. Estaba desesperada. Sabía que algo allí iba mal. Así
que, de nuevo, tomé parte y decidí ayudarla.
Mi madre oyó una voz susurrándole en el oído. Mi voz, seguida de un
fuerte aroma a quemado.
“El colgante. El crucifijo. El símbolo.”
Mi madre comprendió el mensaje a la primera. Lleva el colgante con el
crucifijo, que le había enviado junto a la carta, colgado del cuello, por
dentro de la blusa. Se lo sacó, y se lo tendió al padre.
-Tenga. Póngaselo, por favor.
El hombre accedió, y se lo puso. Pero no pasó nada.
Por supuesto que no. Mi madre no había comprendido del todo lo que
debía hacer. Necesitaba otro empujón.
“Tócalo. Ahora. Mira en su interior.”
Mi madre se acercó al padre, y tocó el crucifijo. Entonces, una fuerza
le cerró los ojos, y le impidió abrirlos. Si los hubiera tenido abiertos,
habría visto al padre con los ojos en blanco.
3
Silencio. Nada más que silencio. En medio de la noche, silencio.
Silencio.
Silencio.
Pero el silencio siempre se rompe. Nadie vive en la tranquilidad del
silencio para siempre. El silencio no es eterno.
Pero las llamas, las llamas pueden llegar a ser eternas. Y eso es lo
siguiente que vio.
Llamas.
Ardientes, eternas.
Llamas.
Rompían el silencio en medio de la oscuridad de la noche.
Rompían la oscuridad de una noche sin luna y sin estrellas.
Las llamas, siempre eternas en el alma de los condenados.
Llamas.
Y rostros. Rostros que se alargaban y se deformaban, convirtiéndose en
macabras mascaras de sufrimiento y dolor eternos. Se convertían en terroríficas
muecas de desesperación.
Aquellos rostros estaban gritando. Gritando de dolor. Pidiendo a Dios
que los acogiera entre sus divinos brazos y que los liberara de las eternas
llamas.
Rostros.
Y sus almas. Lo peor de todo era ver sus almas. Oscuras deformaciones
de la humanidad, escondidas en las profundas sombras de la realidad. Grandes
espejos que reflejaban el lado oscuro de todos aquellos que habían sido
condenados a las llamas. Al sufrimiento, al dolor. A la desesperación.
Solo, en medio de aquel macabro espectáculo de llamas, rostros
deformados y oscuras almas inhumanas se encontraba un chiquillo de unos nueve
años. Pudo reconocerlo, aunque era mucho más joven: aquel era el padre Jones de
niño. Con un osito de peluche en la mano derecha.
-Mamá, ¿Qué le pasa a papá?
María se dio cuenta de que ya no estaban en medio de la escena anterior,
sino que se encontraban dentro de una casa. Se giró, y vio que el niño se
dirigía a una mujer que se escondía entre las sombras. María no le veía el
rostro.
-Nada, Alfred, querido. Solo está exhausto. Vuelve a dormir.
María quiso acercarse para ver mejor el rostro de la mujer, pero de
repente todo se desvaneció.
Volvió a abrir los ojos.
4
-E… ¿eso ha pasado de verdad?
La pregunta del padre sobresaltó a mi madre. Hizo un brusco movimiento,
y cayó de la silla. Se levantó, y contestó:
-Sí. Y no entiendo cómo pudo usted salir de allí con vida.
-Crees que yo estaba allí. Cuando sucedió lo del Incidente.
No era una pregunta.
-Sí. Y además, creo que…
-Morí, lo sé. Lo entiendo. Eso lo explica todo. Aunque…
Miro a su alrededor.
-Esto no es el cielo ¿verdad?
-Creo que ninguno de los que murieron en el Incidente ha ido al cielo.
-¿Entonces esto es el infierno?
-Tampoco, me temo. Algo me dice que hay algo más… No pueden ser ni el
cielo ni el infierno, porque, pese a que tú has llegado hasta aquí muriéndote,
yo estaba viva antes de llegar aquí.
El padre asintió. Comprendía, a medias, lo que mi madre le decía.
Aunque…
Se quitó el crucifijo, y se lo devolvió a mi madre. “Yo ya tengo el
mío”, pensó.
-¿Y entonces esto que es?
-La senda que desciende, querida. Hacia el Valle, para ser exactos.
La voz de una mujer les llegó desde sus espaldas. Había entrado por la
puerta de la iglesia sin hacer ruido alguno. Era más bien bajita, con el pelo
castaño completamente despeinado, cubierto por un velo. Vestía igual de
anticuada que las personas que había visto en la habitación encima de la cual
ahora mismo se encontraban.
-¡Tú!-dijo con tono inculpatorio el padre.
-Así es, amigo mío. ¿Creías que estarías protegido, escondiéndote entre
los brazos de tu preciado Dios? Pero tranquilo, no he venido aquí a hacerte
nada. He venido a proponerte algo. Y también a esa amiga tuya. María se llama
¿me equivoco?
Mi madre se sobresaltó. ¿Cómo sabía aquella mujer su nombre?
-¿Qué es lo que quieres, vieja bruja?
-No me vengas con esos insultos, amigo mío. Lo que pretendo hacer es
ayudaros a salir de aquí. Quiero que podáis iros de este lugar.
-Llevo aquí cinco años. Y ahora tu, me vienes a decir que…
-Cállate, por favor, te lo agradecería mucho. Podéis dejar atrás este
lugar y volver a… bueno, a donde vosotros queráis.
La mujer se fue acercando, a medida que hablaba. Cuando estaba a unos
dos metros de ellos, el padre Jones se sacó de un bolsillo de considerable
tamaño un objeto que, tanto María como la mujer, identificaron al instante.
Una pistola.
María soltó un grito de espanto.
-¡No te acerques más, bruja! ¡No nos confundirás con tus sucias
artimañas!
La mujer dejó de acercarse, y empezó a ir paso a paso hacia atrás.
-Hablas de brujas y del infierno. Pero a mí no me engañas. Todas esas
mentiras… cuando tu eres la verdadera bruja. Tú has traído el infierno aquí,
¿no es así? ¡Confiésalo!
De repente, sintieron una fuerte explosión. El suelo empezó a ajetrearse
como en un terremoto, y María cayó al suelo. Los temblores se prolongaron
durante un minuto, aproximadamente, y después cesaron.
La mujer estaba sonriendo.
-Que lastima…
-¿Qué acaba de pasar? ¡Explícate, bruja!
-Tus queridos amigos… aquellos a los que has intentado proteger…
Su sonrisa se hizo mucho más grande y maliciosa.
-¡Están muertos!
La mano del padre tembló, pero siguió manteniendo cogida la pistola. Se
acercó un poco a la mujer, y dijo:
-¡Maldita bruja del demonio! ¿Qué te han hecho ellos a ti para que los
tengas que matar?
El padre apretó el gatillo, pero la mujer esquivó la bala con
elegancia. Entonces, María se acercó al padre, y le susurró al oído:
-Déjamelo a mí.
Mi madre se giró, y se fue acercando a la mujer.
-¿Por qué querrías ayudarnos? Este hombre lleva encerrado aquí cinco
años, sea cual sea este lugar. ¿Por qué ahora?
La mujer avanzó un paso.
-Eres tú, querida. Este no es el lugar al que perteneces. Este no es tu
sitio en el mundo. Debes entenderlo. Tampoco él pertenece aquí, aunque no me
había dado cuenta hasta ahora. Una pena, pues supongo que su alma ya…
Dejó de hablar, por lo menos durante unos instantes.
-Tan solo llevas aquí una noche, querida. Incluso tan poco tiempo puede
ser malo. Aun no ha llegado tu hora. No, aun no. Llegará el momento, ya lo
verás. Pero no es ahora.
-¿Y por qué no salvaste a los demás? ¿Para que destruir tantas vidas,
si también puedes salvarlas?
Sonrió.
-Sus vidas ya no valían nada. Vosotros sois caminantes perdidos en una
senda que no deberían estar siguiendo, y que buscan la forma de salir. Ellos
son caminantes de la senda que tienen miedo a seguir adelante.
-¿Qué senda?
Su sonrisa se ensanchó.
-La que desciende hacia el Valle de las Lágrimas.
Ni María ni el padre entendieron lo que dijo la mujer. Sin embargo,
esto a ella poco le importaba.
-Ellos ya estaban condenados. Condenados como los que perecieron ante
los fuegos del sufrimiento y la desesperación en North Valley. Pero vosotros
dos, vosotros, sobrevivisteis a las llamas. Por eso, aun no ha llegado vuestra
hora.
La mujer hizo un leve movimiento de cabeza, y se giró. Entonces, mi
madre se acercó al padre Jones, le bajó el arma, y le dijo, en voz baja:
-Creo que deberíamos seguirla. Ir con ella, para ver si lo que dice es
verdad. Puede que realmente quiera ayudarnos.
-Esta mujer ha matado a cientos de personas en este pueblo. ¿Y aun
quieres confiar en ella?
-Pero y si… ¿Y si tiene razón? ¿Y si todos los demás estaban
condenados? ¿Y si… y si estaban todos ellos muertos?
-Pero tú misma dijiste que yo también había muerto. ¿Entonces?
María no sabía que decir. Ella, como el padre, también estaba
desconcertada. Perpleja.
-Está bien.- dijo el padre, adelantándose-Iremos contigo. Pero tan solo
un pequeño intento de engañar-nos, de hacer-nos algo, y pongo a Dios por
testigo que te volaré la tapa de los sesos.
La mujer se giró, y María vio que su sonrisa se había ensanchado a
medida que conversaban en voz baja. Quizás los había oído…
-Perfecto. Venid, entonces.
El padre guardó el arma, y empezó a seguir a la mujer. María iba tras
ellos, a paso lento, intentando aun responder todas las preguntas que se habían
formado en su cabeza, sin obtener respuesta alguna.
5
Al salir al exterior, María pudo comprobar finalmente que aquello no
era South Valley. Había estado varias veces en el pueblo y, pese a que era
pequeño, había muchas más casas que en aquel lugar. De hecho, parecía que no
hubiera nada allí donde se encontraban.
El cielo estaba tapado por unas nubes bajas muy densas, que no dejaban
entrar ni una pequeña franja de luz. La visibilidad era muy pequeña, pese a que
no estaba oscuro, ni había niebla. Simplemente, parecía que sus ojos se negaran
a ver más allá de un par de metros por delante de ella. Tuvo que ir pegado a la
espalda del padre, que a la vez seguía muy de cerca a la mujer loca.
-Insisto, bruja. Dime que es este lugar.
-Ya te lo he dicho. Esta es la senda que desciende. Aunque me temo que
no es eso lo que preguntas, ¿me equivoco?
María se acercó un poco más, caminando junto al padre, para poder oír
mejor la conversación.
-Esto, amigo mío, es el South Valley de 1923.
-Ese año fue cuando nací…
-Supongo que eso te ha llevado aquí. De hecho, esto es una
representación de lo que antaño fue South Valley. Esas gentes están aquí porqué
perecieron en South Valley aquel año, por la terrible enfermedad de la que te
han estado hablando. Pero debían ser condenados, seguir descendiendo hasta el
final. No lo hicieron, así que tuve que hacerlo yo misma.
-Quieres hacerme creer que… ¿Qué los has ayudado? Haciendo arder a esas
personas, matándolas, ¿pretendías ayudarlas a llegar hasta el final de esta
“senda” de la que hablas?
El padre estaba enfurecido. María pensó que eso no les convenía si
querían ganarse la confianza de la mujer. Pero ella también tenía curiosidad y
furia entremezcladas, por saber que era lo que en verdad pasaba.
-¿Qué hay al final de la senda?
La mujer no respondió.
-¿Qué hay?
No obtuvo respuesta alguna. La mujer se mostraba reacia a responderla.
¡Maldita bruja!
-A su debido tiempo, todos los secretos serán revelados.
Esa fue la última palabra que dijo en todo el camino.
Caminaron por calles y calles, cruzándose de tanto en tanto con algún
edificio de tamaño pequeño. Pero, en general, el lugar parecía desierto.
No tardaron mucho en llegar al lugar donde la mujer loca quería
llevarlos. Era un hospital. María pudo ver, desde fuera, que el interior del
hospital era oscuro, mucho más que aquel exterior cuyo cielo estaba tapado por
las nubes. Estaban frente a la puerta, cuando ella dijo:
-Yo no puedo internarme en este lugar. No aun. Las fuerzas que en él
aguardan descansan ahora que las almas que debían ser condenadas han llegado al
final de la senda, pero aun así no estarán dormidas. Nunca duermen.
La mujer juntó ambas manos, y durante un instante pareció rezar. Aunque
las palabras que salían de su boca parecían más bien un hechizo macabro y
oscuro que no una oración a Dios. Tras esto, extendió las manos, y toco con
ambas las puertas del hospital, empujándolas y abriéndolas.
-Tened cuidado, pues uno de los caminos de la senda se encuentra oculto
en este lugar. Debéis llegar a la planta baja, por un ascensor que se encuentra
al final del pasillo derecho. Allí encontrareis muchas cosas, creedme, pero lo
que de verdad os interesa es un espejo con un marco plateado.
-¿Un espejo?
La mujer asintió, y se alejó de la puerta. Antes de irse, sin embargo,
les tendió a ambos una caja de cerillas y una vela.
-La luz de una vela no destruye a la oscuridad, pero caminar bajo su
amparo es más seguro que andar a tientas en la oscuridad.
Dicho esto, sonrió con esa sonrisa malévola, y se marchó. No tardo
mucho en desaparecer de su vista, pues la visibilidad seguía siendo tan nimia
como hacía unos instantes.
Entraron, sin saber donde se estaban metiendo.
6
La mujer se alejó de ambos, hombre y mujer, con aquella sonrisa
dibujada en el rostro. Le parecía divertido ver lo confiados que habían llegado
a ser. Incluso le extrañó que el padre hubiera caído, pues era un hombre testarudo
y desconfiado. Pero, al final, todo había salido tal y como ella había
planeado. ¡Que dulce satisfacción!
Caminaba a paso lento, hacia el lugar donde los otros dormían. No le
extrañaba que se hubieran vuelto nocturnos. La fuerza del Valle era palpable
incluso en aquel lugar, y sus almas habían sido tocadas. Muchos de ellos habían
entrado también en el hospital, un lugar hostil en que el poder del Valle se
encontraba muy presente. Tanto, que el lugar ya formaba parte de él.
Sin embargo, sus “súbditos”, que era como ella los llamaba, habían ido
allí siempre bajo la protección del Símbolo de Vilarel, que ella siempre
llevaba colgado al cuello. Pese a que el nombre le recordaba un antiguo enemigo
de su propia familia, en que se encontraban en el máximo apogeo, era la única
protección contra las fuerzas que habitaban el valle. Aunque no siempre servía.
Además, el Símbolo no evitaba que el alma de su portador se corrompiera.
En medio de sus cavilaciones, le pareció sentir el roce de la seda en
su piel. Se giró, pero tras ella no había nada. Además, su visión en aquel
lugar maldito, como la de todos, no llegaba a distinguir figuras lejanas.
-¿Quién eres? Sé que estás allí. ¡Muéstrate!
De repente, vio una sombra que se le acercaba, una mancha borrosa de
color oscuro, que se mantuvo un poco alejada de ella. La mujer ya había visto
aquella sombra varias veces. La conocía. Y sabía quién se escondía tras esa
oscuridad.
-Veo que te has deshecho de la mujer y el sacerdote. No sé si enviarlos
al hospital ha sido muy inteligente, la verdad.
-Es la única fuerza del Valle que se encuentra cerca de aquí. Sabes que
aun no pueden descender la senda, querido.
-Ya. Pero, a diferencia del Valle, el hospital es un lugar del que se
puede escapar. Y tú lo sabes bien. Demasiado bien.
Así era. Ella lo sabía bien. La temporada que había pasado allí dentro
había sido horrible. Pero consiguió huir. Huir del oscuro sótano donde estuvo
presa. Y ahora…
-¿Qué más da eso ahora? Aunque consigan huir, no podrán escapar de las
fuerzas que rodean el Valle.
-Estás siendo demasiado confiada. Deberías haberlos matado…
-No está en mis manos derramar la sangre de… bueno, ya sabes lo que
quiero decir.
La mujer se giró, y siguió avanzando. Sin embargo, la sombra se movía
junto a ella, a su paso, pegada como si fuera la propia sombra de la mujer.
-¿Qué es lo que quieres?
-Lo sabes bien, tú lo sabes mejor que nadie. Llevo muchos años
queriendo lo mismo.
-Pero… sabes que es una locura. El Valle no es más que una ilusión, de
momento. Un mundo discordante en el marco de la realidad. Poco más que un
pensamiento.
Durante unos instantes, ninguno de ellos no dijo nada. Finalmente, la
sombra se puso ante la mujer, impidiéndola continuar.
-Los pensamientos no matan gente, hermana. Intenta comprender eso. Y
recuerda: los condenados arderán…
-…en las eternas llamas del sufrimiento y la desesperación.
Dicho esto, la sombra se fue. O, más bien dicho, se disolvió como si no
fuera más que humo. Un humo oscuro, profundo, denso.
La mujer siguió andando, sonriendo. Lo que la sombra había dicho era
cierto. Los condenados arderían, claro que sí. A su debido tiempo.
Y mi madre sería uno de ellos.
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