CAPITULO 4:
EL PADRE JONES
1
-¡Despierta, por el amor de Dios, despierta!
Una voz estridente, alta y clara, le estaba gritando a mi madre, y ella
despertó repentinamente, recuperando el contacto con el mundo real, dejando
atrás las pesadillas.
Estaba estirada sobre un colchón dispuesto sobre un suelo de piedra
fría y dura. Había una gruesa manta que cubría su cuerpo, y un cojín debajo de
su cabeza. Se sentó, y miró alrededor. Al principio no reconoció el edificio en
el que se encontraba. Había varios bancos de madera dispuestos en fila uno
detrás del otro. Delante de ellos, una enorme cruz con un Jesucristo colgando
de ella, un Jesucristo cuyo rostro mostraba el sufrimiento y la desesperación.
Había grandes vitrales con representaciones bíblicas a través de los cuales
entraba la luz de la luna. Entonces se dio cuenta de que estaba en una iglesia.
Ante ella había un hombre en cuclillas, que la miraba sonriendo. Por lo
que mi madre pudo ver, era un hombre de edad avanzada, con un prominente bigote
canoso, y larga cabellera blanca. Aunque supuso que, antaño, su cabello había
sido de otro tono, castaño, o incluso rubio, quizás. Alrededor del cuello
llevaba un alzacuellos, una de aquellas tiras de color blanco con un pequeño
cuadrado negro que los sacerdotes acostumbraban a llevar en caso de no ir con
sotana.
El hombre le dio la mano y la ayudó a levantarse. Entonces, se la quedó
mirando con mirada escrutadora, como si le estuviera analizando el alma.
Entonces, el hombre le tendió la mano.
-Soy el padre Jones.
-Yo… me llamo María.
La sonrisa del padre se ensanchó.
-Un placer, María. Digo gracias a Dios de que por fin te hayas
despertado.
Parecía que el padre esperara algún comentario por parte de mi madre.
Al ver que ella seguía mirándolo sin inmutarse, dijo:
-Te estabas revolviendo mientras dormías de forma exagerada. Parecía
que estuvieses poseída. ¡Dios sabe cuánto he rezado para verte despertar!
-Bueno… pues puede agradecerle a Dios el que le haya escuchado. Ya
estoy despierta y, si me disculpa…
Mi madre se disponía a salir por la puerta cuando el padre, con una
velocidad que María creía imposible en alguien de su edad, le impidió el paso.
-¡No! Durante la noche es peligroso salir.
-¿Por…?
-No hagas preguntas, María. Simplemente, siéntate en el colchón y
responde a las mías.
María hizo lo que el padre le mandaba, y esperó a que este le lanzara
la primera de las preguntas.
2
-Dime, María. ¿Qué haces aquí?
Mi madre le contó toda su historia, desde su presencia en el Incidente
de North Valley, pasando por el suicidio de su marido y la muerte de la señora
Matilde. Después, le contó lo de la misteriosa carta, el descubrir que su
hermano estaba muerto y que quién le enviaba la carta era su hija muerta hacía
tiempo. El padre se la quedó escuchando con el interés de un niño al que le están
contando un cuento para ir a dormir. Después de que terminara su narración, el
padre le dio la espalda y se puso a andar en círculos, pensativo.
Finalmente, volvió a mirarla, y lanzó la segunda pregunta:
-¿Sabes dónde estás ahora? No me refiero a la iglesia, me refiero a si
sabes en que lugar te encuentras.
Mi madre se lo pensó, y se dio cuenta de que había tenido aquella
respuesta en la punta de la lengua desde el principio.
-Estoy en South Valley.
No era una pregunta, pero el padre dijo:
-Sí. Y, ¿Sabes lo que ha ocurrido aquí en los últimos cuatro meses?
-No. Mi hermano era la única persona que conocía del pueblo, y no me
hablaba mucho con él. Desde la muerte de mi marido, he Intentado evitar
cualquier contacto con personas, lugares y objetos de mi vida pasada, para que
se me hiciera más soportable la existencia.
-Ya.
El padre volvió a andar en círculos, consultando de vez en cuando un
reloj analógico colgado de la pared. Se lo notaba nervioso. En más de una
ocasión, a mi madre le pareció oír que el hombre decía: “Santa María, madre de
Dios. Protégeme en estos oscuros y aciagos momentos. Que la luz de Dios ilumine
mi camino y el de aquellos que lo merezcan. Amén”.
-Bueno, pues será mejor que te lo cuente. Tienes derecho a saberlo,
ahora que estás aquí.
3
-Hace cosa de cuatro meses, muchas personas en el pueblo empezaron a
enfermar. Al principio nadie supo qué era lo que estaba sucediendo. Este es un
pueblo pequeño, y la misteriosa enfermedad se extendía rápidamente.
»Pensamos que sería un virus gripal, o algo parecido, pero los médicos
poco podían decir acerca de aquello. Simplemente, los enfermos estaban a más de
cuarenta de fiebre y sentían dolor en todo el cuerpo. Y, por extraño que
parezca, no murió ninguno de ellos por la enfermedad.
»Eso no fue lo peor, sin embargo. Lo peor fue lo que derivó de todo
aquello. Pues había una mujer en el pueblo, que aseguraba hablar en nombre de
Dios, y que ella era la salvadora de todos nosotros. Al principió pensé que no
era más que una loca que quería hacerse ver, pero me equivoqué. Resultó ser más
peligrosa de lo que yo creía.
»Habló de las almas condenadas al infierno y, sobretodo, de las brujas
y sus maldiciones. Dijo que todos ellos habían ardido, tal y como merecían
arder, por sus errores y sus pecados. Dijo que habían sido condenados al
sufrimiento eterno. Y después vino lo peor. Dijo que aquella enfermedad no era
más que la condena de aquellos que debían ser condenados y que aun no habían
recibido su merecido. La gente, que se encontraba en un estado total de desesperación,
se aferró a esa idea.
»En las semanas siguientes, cogieron a todos los enfermos. Dijeron que
debían condenarlos ellos mismos, haciéndoles arder en las llamas de la
purificación. Lo recuerdo perfectamente. Los amontonaron unos encima de los otros,
haciendo una enorme torre humana. Les rociaron el cuerpo con gasolina, y les
prendieron fuego. Pude ver como ardían, pude oír sus gritos de terror y
desesperación.
»Desde entonces, ha habido varios enfermos más, y todos ellos han corrido
la misma suerte. No puedes salir de noche, porque ella y sus seguidores andan
por las calles durante las horas nocturnas, llevando grandes antorchas consigo.
-Pero… ¿Aun hay gente que está enfermando?
-¿No lo entiendes? Todos estamos enfermos, en realidad. El aire está cargado
de una densidad fuera de lo normal. ¿No lo has sentido? Es todo por culpa de la
enfermedad, y también de las cenizas que envuelven el aire.
-Pero aun así… ¿eso no es todo, verdad padre?
Él la miró desconcertado. Entonces, le puso una mano sobre el hombro,
sonrió, y dijo:
-María, hay muchas cosas que ni tan siquiera yo comprendo. Cosas que parecen
no tener respuesta. Llevo cinco años en este lugar… y aun me sigo preguntando si
todo esto es verdaderamente real. Ya hace tiempo que dejé de preocuparme por estas
preguntas que no puedo responder. Te recomiendo que hagas lo mismo.
Mi madre asintió, aunque no estaba convencida del todo. Le parecía
demasiado surrealista, como si aquel hombre le estuviese contando una historia
que se acabase de inventar. Sin embargo, la mirada de aquel hombre decía lo
contrario, como si la verdad estuviese completamente reflejada en su rostro. Y
así era, en parte. Esos labios parecían incapaces de soltar mentira alguna.
Se dio cuenta de que, a su derecha, estaba su bolsa de viaje, que
recogió y se colgó al hombro.
4
Lo que más raro le pareció a mi madre era ver lo anticuado que parecía
todo aquello. No solo era el hecho de encontrarse en una iglesia, las cuales ya
de por si ofrecen un ambiente arcaico y anacrónico. Era por la falta de luz eléctrica,
pues la única iluminación era dada por la luz de la luna, que entraba a través
de los grandes ventanales, y unas cuantas antorchas colgadas de soportes
metálicos en las paredes.
El padre la llevó por un pasillo hasta un pequeño desván en el que
había una trampilla. El padre abrió la trampilla, y descendieron juntos por una
escalera metálica. El lugar estaba oscuro, y una vez estuvieron abajo del todo,
el padre sacó de su bolsillo una caja de cerillas, e intentó abrirlas. Pero
ninguna de ellas funcionó.
-¡Mierda!
A mi madre le hizo gracia oír un sacerdote decir algo semejante. Rebuscó
en su bolsa de viaje, hasta que encontró lo que andaba buscando: una linterna,
que siempre llevaba consigo por si acaso. Era un tanto pequeña, pero lo
suficientemente luminosa como para que pudieran ver en la oscuridad.
El padre la condujo por un laberinto de pasillos. La oscuridad en aquel
lugar no era densa, ni mucho menos profunda, pero aun así a mi madre no le
inspiró confianza alguna. Parece extraño hablar así de la oscuridad, pero así
se sentía. Y con razón.
-¿Para que se usaban estos pasillos?
-No lo sabemos. De hecho, parece que nadie sepa que había en este lugar
antes de que construyeran la iglesia. Pero eso da igual, ¿no crees?
María creía que no, que era importante saberlo. Aunque ahora no tenía
tiempo para aquello. Tenía curiosidad por saber donde la estaba llevando.
Al cabo de unos minutos, llegaron a una puerta de madera. El padre
cogió una llave que llevaba colgada del cuello, junto a su cruz. Con ella abrió
la puerta, y entraron al interior de una amplia sala.
-Despertad. He vuelto. Tenemos una nueva compañera.
Mi madre vio que una gran cantidad de personas dormían en camas
improvisadas en el suelo. La mayoría de ellos, excepto los niños y los más
ancianos, se levantaron y fueron a recibir al padre y a mi madre.
Ella se dio cuenta de que todos ellos vestían de una forma muy
anticuada. Y ellos también se extrañaron al ver a mi madre. Algunos se
atrevieron a tocar su ropa, comprobando si era real o no. Pero lo que más llamó
la atención de los presentes fue la linterna.
-Bienvenida, querida, bienvenida.
-Estamos contentos de ver que el padre ha podido rescatarte.
-No quiero ni pensar lo que podrían haber hecho contigo.
-Que Dios nos ayude.
Múltiples voces iban comentando la llegada de mi madre, diciendo la
mayoría de ellos que era una suerte que estuviera a salvo, allí con ellos.
-Estos, María, son todos aquellos que han preferido refugiarse aquí
para evitar que los quemaran o algo peor. Tienen miedo, y yo trato de
protegerles además de tranquilizarlos. Llevamos aquí mucho tiempo, yendo de vez
en cuando en busca de comida y bebida para sobrevivir. Pero incluso durante el
día hay peligro.
-Pero tan solo son un grupo de locos con antorchas. ¿No podríais
hacerles frente?
-Ya te he dicho antes, María, que las cosas aquí son más complicadas
que simplemente eso. Lo comprenderás todo a su debido tiempo.
María asintió, haciendo ver que comprendía. Aunque aquello no era lo
único que el padre tenía que decirle a mi madre. Lo siguiente que dijo el
hombre llegó a aterrorizar a mi madre:
-Y también hay fuerzas aquí tan oscuras y profundas que escapan incluso
del poder de Dios.
5
María y el padre se retiraron a
un rincón a hablar tranquilamente, dejando que los demás volvieran a dormir. El
padre esperó a que todos estuvieran completamente dormidos, y entonces le
preguntó a mi madre:
-¿Podrías decirme en que año estamos?
El ímpetu con el que soltó la pregunta desconcertó a mi madre. Al
principio tan solo pudo articular una pregunta:
-¿Q… qué?
-¡Por el amor de Dios! Dime en que año estamos.
-Pues en… en… debería usted saberlo, creo yo. Está bien saber el…
-No tengo tiempo para comentarios sarcásticos e inútiles, María. Dime
en que año crees que estamos.
-1975, por supuesto.
El padre se relajó y se sentó, mirando al otro lado de la habitación.
-¿Qué sucede, padre? ¿Algo le inquieta?
-No, María, ahora ya no. Gracias.
-Gracias… ¿por qué?
El padre Jones la miró.
-Por liberarme de esta carga.
-¿Qué?
-Nada, nada, ya te lo contaré mañana. Ahora debes dormir un rato.
-¿Dormir? Pero…
El padre Jones levantó la mano, insistiendo en que callase. Mi madre le
hizo caso y se estiró en el suelo, encima de un colchón. Cerró los ojos, y se
dispuso a dormir. No tardo mucho en conciliar el sueño. Aunque, por suerte,
aquella noche no hubo pesadillas. Solo tranquilidad absoluta.
O, por lo menos, eso pensó mi madre al principio. Pues la tranquilidad
nunca llega para aquellos que han sido condenados.
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