jueves, 4 de junio de 2015

CAPITULO 2: UNA CARTA MISTERIOSA

CAPITULO 2: UNA CARTA MISTERIOSA

1
Mi madre llegó a la terrible conclusión de que debía superar de cualquier forma todo lo que había pasado. Pero no es tan sencillo hacer esto cuando se es una condenada, pues la condena es el eterno sufrimiento, hasta que te enfrentas cara a cara con tus miedos, tus errores. Tu pasado.
Y mi madre hizo esfuerzos nulos para deshacerse del peso del dolor, pero, como ya os he contado, fue inútil. La suerte estaba echada, y a ella le había tocado el premio gordo. Nos tendría a mí y a mi padre en la cabeza, nos recordaría como aquellas almas a las que no pudo salvar, con las que no hizo nada para impedir su destrucción. Y eso la carcomía por dentro.
Por eso, yo, que veía como se sentía, que podía entrar en su mente y, más que observar, sentir sus propios sentimientos, decidí intervenir. Pues, pese a mi condición, pese a estar condenada como el resto de personas que me envolvían, aun amaba a mi madre, y sentía que debía hacer algo por ella. No me di cuenta entonces donde la estaba metiendo. De hecho, no me di cuenta de que estaba siendo utilizada. Pensé que la estaba ayudando, cuando, en realidad, lo que hice fue arrojarla derechita a su propia perdición. Yo misma la estaba condenando más de lo que ya estaba, haciéndole llegar aquella…

2
Era un frío sábado por la mañana, el último de diciembre. Mi madre estaba aun estirada en la cama, aunque no del todo dormida. Tan solo estaba tapada con la manta, pero con los ojos abiertos, esperando, como hacía cada mañana, una señal. Resultaba ridículo pensar que Dios, o cualquier otra deidad se preocuparía por una simple mujer como ella. En ocasiones pensaba que estaba tan sola que ni siquiera el demonio la querría. Por eso, pensó que aquel sería otro sábado improductivo que se pasaría estirada en la cama, o sentada en el sofá mirando la televisión. Sin embargo, algo llamó su atención. Un ruido que venía de la puerta de entrada, un ruido que reconocía como el ruido que hacía el papel al rozar contra una superficie rugosa. Se levantó de la cama, y salió de la habitación.
La casa estaba hecha un asco. En todo ese tiempo, no se había molestado en limpiar nada en absoluto. Además, casi cada noche comía pizzas a domicilio u otros tipos de comida que le llevaban a casa, y todas las cajas, latas y papeles estaban tirados por el suelo.
Llegó a la puerta de entrada, y miró al suelo. Por debajo de ella, habían pasado una carta, cuyo destinatario era ella misma. Aunque, extrañamente, no estaba firmada. Cogió el sobre, y abrió la puerta, para ver si veía al cartero, para darle las gracias. Le daba pena que el hombre hiciera aquel servicio tan importante para todos y que, a cambio, no recibiera un agradecimiento, así que siempre decía gracias a los carteros. Pero no había nadie en el rellano, ni siquiera se oían sus pasos bajando por las escaleras o saliendo del edificio.
Volvió a entrar, y cerró la puerta. Observó detenidamente el desorden que había en el piso, y algo se activó dentro de ella. Algo le decía que no podía seguir así, que debía volver a su vida. La insistencia de su subconsciente volvió a aparecer, y estuvo dispuesta, entonces, a rehacer su vida. Ella era María Allans (pese a la muerte de mi padre, no había renunciado a su nombre de casada), viuda, con una hija muerta, pero eso no debía cambiar el hecho de que era una persona, y que debía vivir su vida.
Dejó el sobre con la carta encima de la mesita de noche. Después, salió al pasillo y fue recogiendo toda la porquería que encontró por allí tirada. Entre todo aquello, encontró también varias prendas de ropa, que puso rápidamente a la lavadora. En definitiva, se pasó toda la mañana limpiando. Sin embargo, aquello no arrancó de su mente sus profundos y oscuros pensamientos. La vieja Matilde había muerto hacía dos meses, tras lo cual mi madre terminó decayendo, finalmente, en una profunda depresión. Pues su destino no era terminar muriendo de sida. Pero en ningún lugar estaba escrito que no pudiera morir atropellada por un coche. Así es, la vida es injusta, y mi madre nunca olvidaría el funeral de aquella mujer que tanto la había apoyado a ella, aquella mujer a la que había cuidado en su terrible enfermedad. Al igual que no olvidaría mi muerte ni la de mi padre, no olvidaría la de aquella mujer. Y todo aquello se quedaría grabado en su memoria como un tatuaje en la piel: para siempre.

3
Ya eran las doce cuando termino de limpiar. Se quedó asombrada al ver que terminaba tan rápido, aunque vivía en un piso pequeño. Sacar la porquería fue media hora, limpiar la ropa, bueno, lo hacía sola la lavadora, aspirar y fregar el piso le llevó un par de horas. En total, muy poco tiempo, menos del que se imaginaba.
Después de aquello, se sentó en el sofá, y dejó escapar un suspiro. Hacer todo aquello la había cansado, y mucho. Se dispuso a coger el mando, para encender la tele, cuando se acordó de la carta, que momentos antes había dejado en el dormitorio. Recorrió el pasillo, entró en la habitación, y cogió el sobre. Volvió al salón, y se sentó en el sofá.
Muy cuidadosamente, fue abriendo el sobre. Lo primero que sintió fue un fuerte hedor a podrido que salía de dentro. También otro olor, un olor que reconocía de sus ya más que comunes visitas al cementerio. El olor de la muerte. Y otro olor, un olor que al principio asoció con el metal oxidado, aunque mucho más denso y penetrante. Un olor reconocible para cualquiera. El olor de la sangre.
Una vez tuvo abierto el sobre, sacó de dentro de él la carta. En el proceso, cayó al suelo un polvo de color grisáceo, que mi madre, reconoció inmediatamente: cenizas. Las había visto siendo llevadas por el aire el día en que yo morí, el día en que las llamas me consumieron. La carta estaba requemada por los bordes, y tenía varias manchas de tinta. Empezó a leer, mostrándose francamente extrañada:

Hola mamá. Soy yo, Alice.
Siento hacerte llegar esto sin haberte avisado. Podría haberlo hecho, pero no me ha parecido sensato hacerlo. No puedo darte explicaciones, lo siento. Solo puedo decirte dos cosas: la primera, que el tío James ha muerto. Lo enterraron hace dos días en el cementerio del pueblo.
La segunda cosa que debo decirte es que debes venir al pueblo, a South Valley. Sé que no quieres hacerlo, y que intentas huir del pasado, pero haciendo esto no haces más que causarte daño a ti misma. Debes volver, por mí, por tu hija.
Besos, Alice.
PD: Debes terminar lo que nadie nunca ha podido empezar. Y aléjate de North Valley.
Alice. Mi nombre, el nombre de su hija. Eso fue lo que más la impresionó. Primero pensó que era una broma de mal gusto, echa por algún gamberro. Pero era imposible, pues la única persona que sabía algo acerca de Alice y que siguiera con vida se encontraba en South Valley, muy lejos de allí. Y, si lo que decía la carta era cierto, aquella persona había muerto.
Eso era lo segundo que más le extrañó. Leer que James, su hermano, mi tío, había muerto, y nadie le había dicho nada. Aunque, bien pensado, ella nunca había ido a visitarlo, y no es que James tuviese demasiados amigos. Pero, al fin y al cabo, las autoridades, o quienquiera que se encargase de estas cosas, deberían haberla llamado a ella, su hermana. Así pues, ¿Por qué no lo habían hecho?
Todos aquellos pensamientos llenaban la mente de mi madre, aunque no podía atar cabos. Era imposible que su hija muerta le hubiera enviado una carta, pensó. Aunque, yo misma os diré, no era tan imposible. Al fin y al cabo, eso fue lo que sucedió.
Cogió el sobre, y sintió un peso que antes no había sentido. Acabó de romperlo del todo, y de dentro sacó un rosario, al extremo del cual había un extraño crucifijo, con la siguiente forma:


Había una pequeña tarjeta unida al crucifijo mediante un hilo, el cual arranco para leer mejor lo que ponía: “Que la luz ilumine tu camino, incluso en la más profunda oscuridad”.
Había oído aquellas palabras en alguna otra parte, pero no recordaba donde. Aquello no era más que otra pregunta, otro enigma que debería resolver.
Cuando se agachó para recoger la carta, vio algo que la sorprendió. Estaba siendo consumida por unas llamas que se habían encendido en los bordes requemados, unas llamas que al mirarlas, mi madre sintió una profunda opresión en el pecho, justo encima del corazón. Se puso la mano justo allí, y al principio le pareció sentir que no le latía. Pero enseguida volvió a sentir el suave bum-bum de la sangre.
-¿Qué…?
Antes de que pudiera terminar de formular la pregunta, vio como las cenizas que quedaban de la carta flotaban ante sus ojos durante un instante. Después, pasaron muy cerca de su oreja izquierda, y le pareció oír un suave susurro, que era mi voz hablándole. Y, efectivamente así era. Lo que le dije fue claro: “Ven a South Valley”.

Y, llevadas por el viento, las cenizas salieron del salón por la ventana de detrás del sofá, moviéndose por entre las mareas del viento, volviendo al lugar de donde procedían. Volviendo al profundo agujero donde mis cenizas fueron enterradas, muy lejos de donde mi madre se encontraba. En North Valley, el último lugar al que quería que fuera mi madre. El último lugar de la Tierra al que nadie querría ir. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario