Aquí está el primer capitulo de "El Valle de las Lágrimas 1: Recuerdos Quemados". ¡Perdón por haberlo publicado un día tarde!
CAPITULO 1: DESDICHAS E INFORTUNIOS
1
Hay un lugar, un lugar oscuro, a veces frío como el hielo, a veces
ardiente como el fuego, un lugar dejado de la mano de Dios, más allá de toda comprensión
humana, que se encuentra entre nuestro mundo y el mundo de los muertos. En
ocasiones, esa pizca de nuestro mundo que posee, lo hace mucho peor incluso que
el mismo Infierno, pues a veces la humanidad puede llegar a ser peor que la
inhumanidad, y es que la atrocidad humana es mucho más perversa.
Este lugar es un sitio especial. No es fácil llegar a él, ni tan
siquiera para aquellos que ya han sucumbido a los designios de la muerte. Los
únicos que tienen acceso a este lugar son aquellas personas que, por muchos
motivos, no pueden, tal y como se dice, “descansar eternamente en paz”, no solo
por haber cometido horrores inenarrables, sino también por haberlos vivido o
presenciado. Su alma acaba tan consumida por el horror y su mente por el
sufrimiento que se terminan quebrando en mil pedazos. Este lugar es el único en
que pueden recomponerse mente y alma. A un alto precio. Pues los que no tienen
la voluntad suficiente, lo único que consiguen es quebrarlas aun más y más,
hasta acabar destruyéndolas, y, con ellas, a sí mismos. Y son arrojados a un
agujero mucho más profundo que el propio Infierno. Y también hay quienes no tienen
posibilidad alguna de redención.
A las personas que acaban en este lugar se las llama Condenados.
Por cierto, permitidme que me presente. Me llamo Alice, tengo (o tendría
si siguiera con vida) 11 años. Y soy una condenada.
2
Supongo que ahora mismo estaréis sorprendidos. Os preguntaréis: ¿Cómo
una niña de esa edad se encuentra en un sitio como ese? Pues os diré que llegué
aquí, en este lugar, cuando tenía tan solo 6 años.
Os preguntaréis también, supongo: ¿Qué atrocidades puede haber visto
una niña tan pequeña para ser una Condenada? Más de las que pensáis, y peores
de lo que imagináis.
Y supongo que tendréis también un montón de dudas más, pero no estoy
aquí para responder preguntas. Estoy haciendo esfuerzos sobrehumanos para
relatar todo esto, dejándolo impreso en este libro, y si quiero hacer lo que
pretendo debo darme prisa. Así que dejemos las preguntas para el final, si es
que hay tiempo entonces.
Estoy aquí, antes que nada, para contar la historia, la verdadera
historia, de lo que pasó. La historia, no solo de mí misma, sino también de mi
madre, y de todas las personas que se vieron, desgraciadamente, involucradas en
los acontecimientos que quiero relatar. La recuerdo perfectamente, pues hace
tan solo unos meses que sucedió.
Antes de empezar vamos a conocernos mejor. Te he dicho mi nombre, mi
edad… mi condición. ¿Qué es lo que falta? Ah, sí. Estaría bien que supieses
donde nací. Pues bien, nací en North Valley, un pequeño pueblo que, antes del
Incidente, tenía menos de doscientos habitantes, así que prácticamente todos
nos conocíamos. Se encontraba en el estado de Nebraska, en Estados Unidos. Era
un pueblo demasiado pequeño, de esos que ni siquiera salen en los mapas y que,
de hecho, no merecen siquiera ser llamados pueblos. Era también un pueblo que
había tenido, a lo largo de su historia, muchos conflictos internos. Dentro de
los límites de la región, que estaba comprendida también por South Valley y a
la que llamábamos “Los Valleys”, sucedieron cosas horribles y aterradoras.
No quiero hablar demasiado sobre esto último que os he contado. No aun.
Solo puedo deciros que hubo una familia, una terrible familia, que habitó el
pueblo: los Meck. Nadie sabía de dónde venían, ni quiénes eran realmente, pero
todos los temían. Muchas más cosas hay que contar sobre los Meck. A su debido
tiempo, todos los enigmas serán revelados.
3
El caso es que nací en ese pueblo, y viví en él los seis primeros años
de mi vida, antes del Incidente. Después del desastre, que supuso la muerte de
mis abuelos y de mi misma, junto con el resto de vecinos del pueblo, mis padres
decidieron alejarse todo lo posible del estado y, más adelante, incluso del
país. Mi madre tenía una hermana en Barcelona, la tía Astrid, que los acogió en
su casa, hasta que encontraron piso.
Pero la cosa no les marcho muy bien a mis padres esos meses. Él tenía
pesadillas, gritaba mi nombre en sueños, y acabo por padecer insomnio. Ella
decayó en una terrible depresión que la llevó al mundo del alcohol y las
drogas. Pero lo peor estaba por llegar.
Un día, al levantarse, mi madre se dio cuenta de que mi padre no estaba
en el piso (ya no se encontraban en casa de tía Astrid), y que no había dejado
ninguna nota. Salió al patio comunitario, donde había una piscina que
compartían con el resto de vecinos, cuando se encontró el cuerpo de él, colgado
del viejo sauce que adornaba el centro
del patio, mediante una larga cuerda que le rodeaba el cuello. Le cogió de la
mano, y la sintió fría y sin vida. En su rostro había una expresión de calma y serenidad,
y había cerrado los ojos antes de morir. Una cosa estaba clara: se había
suicidado.
Así, las caídas hojas del sauce, a la clara luz de la mañana, parecían
lágrimas. Mi madre casi podía oír el llanto desconsolado del árbol, que lloraba
en memoria de su marido, de mi padre, aunque no fue más que su imaginación.
Sin embargo, allí estaban: las lágrimas del viejo árbol que descendían
suavemente, hacia un rio de tristeza interminable, que desembocaba en un valle
de lágrimas.
4
-No te preocupes María, ahora está en un lugar mejor.- estas fueron las
palabras de la señora Matilde, una de las vecinas que había tenido mi madre en
Barcelona, y la única que le había caído bien. Era una mujer de edad avanzada,
cuyo pelo, de color zanahoria, empezaba a presentar algunas canas.
Esa mujer fue la que impidió a mi madre hundirse más en la miseria y el
dolor. La ayudó a librarse de sus vicios, a librarse del alcohol y las drogas,
y la ayudó haciéndole compañía cuando lo necesitaba. Y aunque mi madre nunca
superaría ese duro golpe, pudo seguir adelante con su vida, pensando a veces en
él, llorando a veces por él. Durante esa época, ni siquiera le reproché, en mi
lecho de muerte, que no llorara por mí. Aunque más adelante lo hizo, y me sentí
viva al ver que aun se me recordaba en ese mundo, ese mundo que tanto añoraba… que
tanto añoro aún.
Pero sucedió que la señora Matilde enfermó. Cada día estaba más pálida,
más delgada, más demacrada, y parecía mucho más vieja de lo que era. Mi madre,
preocupada por ella, decidió llevarla, aunque en contra de los deseos de la
vieja mujer, al hospital. Allí le hicieron varios análisis y le dijeron qué le
sucedía. La señora Matilde tenía sida.
La iba a ver cada día, preocupándose por ella en todo momento. Al cabo
de unos meses, pareció recuperar el peso y el aspecto anteriores. Gran cantidad
de medicamentos y una alimentación abundante la ayudaron a recuperarse. Y,
finalmente, unos meses después, le dieron el alta. Sin embargo, el maldito
virus seguía corriendo por sus venas, haciendo de las suyas. La mujer tomaba
cada día, muy controladamente, sus medicamentos, y de tanto en tanto iba al
médico. La mujer, por lo menos, no se moriría de sida. Por lo menos, ese no es
el destino que se le ha guardado.
Eso fue para mi madre estupendo. Después de tantos horrores, se
alegraba de haber ayudado aquella mujer a evitar una muerte terrible. Sin
embargo seguía dentro de ella esa terrible sensación de desasosiego, de
sufrimiento, de tristeza.
De hecho, mi madre había visto el fuego consumiendo el pueblo entero,
el día del Incidente, el día del terrible incendió que todo lo convirtió en
ruinas y cenizas en el pueblo de North Valley.
Pudo ver mi cuerpo calcinado por las llamas. Vio el cuerpo muerto de mi
padre suicida.
A fin de cuentas, esa extraña sensación era del todo normal. Pues ella
era ahora, también, una condenada.
5
Así pues, estos últimos años la vida de mi madre han sido una serie de
catastróficas desdichas e infortunios. No está de más decir que no podía
soportar más esto. El estrés al que se encontraba sometida la puso más nerviosa
de lo que debía. Y todo esto terminó en una sola cosa: la despidieron del
trabajo. Faltaba muchos días para atender a la señora Matilde, cuando trabajaba
se desconcentraba pensando en mi o en mi padre, se pasaba horas, a veces,
llorando en el baño de empleados. Al final, la despidieron.
Y mientras, yo, Alice Allans, hija de María Thompson (María Allans
después de casarse) y Brian Allans, observaba con atención todo cuanto
acontecía a ese ser triste y melancólico al que, en vida, había llamado mamá,
madre cuando estaba enfadada con ella, y me compadecía de su sufrimiento, más
que del mío propio, el que estaba sufriendo en este mundo de dolor, sufrimiento
y desesperación.
Ahora que lo pienso, hay una forma mejor de referirnos al otro mundo.
Un nombre que muestra su verdadera naturaleza, su condición de lugar maldito y
de acogedor de almas condenadas.
Este mundo es el Valle de las Lágrimas.
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