PRÓLOGO:
MICHAEL BURNS
Y allí estaba por fin. Tras un año entero sin ver a su padre, desde que
se fue a vivir en un piso de estudiantes con su buen amigo Jake, Michael volvía
a la casa donde había crecido, la casa donde había sido educado. Se reunía de
nuevo con su padre, consciente de que probablemente no sería recibido con
alegría. Llevaba con él dos maletas cargadas con todas sus pertenencias.
¿Qué es lo que había pasado? Su padre siempre le había insistido en
estudiar derecho. Michael hizo tal y como su padre le dijo: fue a la
Universidad de Portland, donde empezó a cursar la carrera de derecho. ¿Y cómo
termina esta historia? Sencillo: Michael abandonó la facultad, incapaz de
continuar con la carrera. Sus notas eran terribles, la materia no le entraba en
la cabeza. Simplemente, no estaba hecho para aquello.
Y ahora volvía con su padre. Por lo menos, hasta que encontrase trabajo,
o hasta que se decidiese a empezar de nuevo en la universidad, pero esta vez
haciendo algo distinto.
Estaba muy nervioso. Sin embargo, se armó de valor, y tocó el timbre.
Esperó pacientemente unos segundos y, viendo que nadie respondía,
volvió a llamar. Pasaron varios minutos, y la preocupación de Michael fue en
aumento. Entonces, intentó abrir la puerta.
Traspasó el umbral, y se adentró en una semioscuridad, tan solo
interrumpida por los rayos del sol que entraban a través de las ventanas, que
no auguraba nada bueno. Ningún ruido se podía oír, nada que alterase el
silencio y la quietud.
Michael, pese a la inseguridad que sentía, no se dejó controlar en
ningún momento por el pánico. Avanzó a través de aquellas habitaciones, las
cuales conocía tan bien que incluso a oscuras era capaz de orientarse, buscando
algún indicio de lo que podría haber ocurrido. O, mejor aún, de que no había
ocurrido absolutamente nada.
Sin embargo, las cosas se pusieron mucho más feas de lo que él pensaba.
-¿Papá? ¿Estás allí?
Se encontraba ante la puerta del cuarto de su padre cuando dijo estas
palabras. La abrió, y entro con extrema lentitud, intentando hacer el menor
ruido posible.
La habitación, a diferencia del resto de la casa, estaba iluminada por
una pequeña lámpara, que se encontraba encima de un escritorio de madera, al
otro lado de la habitación. La cama, pequeña y modesta, se hallaba empotrada en
la pared derecha. Nada más había en la habitación, excepto una estantería llena
de libros viejos y polvorientos.
Justo delante del escritorio, dando la espalda a la puerta, había una silla
giratoria. Michael se dio cuenta de que alguien estaba sentado en la silla,
pero en una muy extraña posición. Se acercó, lentamente, aunque esta vez no
pudo evitar hacer ruido. Las baldosas de madera del suelo crujían con estruendosos
gruñidos. Sin embargo, no parecieron esos sonidos perturbar en absoluto el
estado del hombre de la silla. Así pues, Michael recorrió lo que restaba de
distancia hacia la silla sin importarle ya ser detectado.
Estaba ya, finalmente, justo detrás de la silla, y alargó una mano para
hacerla girar, mientras decía:
-Papá, ¿eres tú?
La silla terminó de girar, muy suavemente, y Michael vio, allí tendido,
el cuerpo inerte de su padre. Podía verse extinguida la llama de la vida en su
mirada, perdida en los inescrutables abismos de la muerte. Clavado en su pecho,
justo en el corazón, estaba el cuchillo que había terminado con su vida.
Michael quiso gritar, pero no pudo. Nunca antes había sentido tanto
miedo. Dio media vuelta, dispuesto a salir de la habitación, huir lo más lejos
posible y después pedir ayuda a alguien. Pero la puerta estaba cerrada.
Se acercó a ella, e intento abrirla. Más le fue imposible. Se había
quedado completamente encerrado en esa habitación, solo, teniendo como única
compañía el cadáver de su padre.
De repente, mientras aun intentaba, sin resultado alguno, abrir la
puerta, pudo oír un misterioso crepitar, acompañado de un leve olor a quemado y
una desagradable sensación de calor. Se giró, y lo que vio lo dejó aún más perplejo,
si cabe, que la visión del cadáver de su padre. La silla estaba ardiendo,
envuelta ella, junto con los restos mortales de su padre, de llamas rojas como
la sangre. Sufrió Michael por si el fuego se extendía. Más, tras unos
instantes, la llamas se apagaron, viendo terminado su trabajo. Lo único que
quedó, después de todo, fue un montón de grises cenizas.
Algo blanco se distinguía entre aquellos restos calcinados. Michael se
acercó, y recogió lo que había en el montón, sorprendiéndose al comprobar que
se trataba de un sobre de papel.
¿Cómo podía ser? Segundos antes había visto el fuego arder justo en el
lugar donde había encontrado ese sobre. ¿Por qué no había ardido?
Michael abrió el sobre, y extrajo una carta de su interior. Miró la
firma de la carta, ponía: Jonathan Burns.
La firma de su padre.
Leyó la carta. Ésta decía lo siguiente:
Hola Michael,
Sé que las circunstancias en las que ahora mismo te encuentres
probablemente no sean las más adecuadas para todo esto. He tenido veinte años para
hacer tranquilamente lo que ahora, con demasiada prisa, me dispongo a hacer.
¿Te acuerdas, hijo mío, de todas las veces que me preguntaste sobre tu
madre? Querías saberlo todo, absolutamente todo, pero nunca llegué a darte
respuestas. Años más tarde, siendo tú ya más mayor, me preguntaste como
naciste. Entonces no solo evité tu pregunta, sino que no te dirigí la palabra
en varios días. Quiero que sepas que lo que me movió a actuar así fueron el
miedo y la tristeza.
La última, pero no menos importante, de las preguntas que me hiciste
fue sobre mí mismo. “¿De dónde eres, papá?”, “Háblame sobre tu vida antes de
que yo naciera”. Cosas por el estilo. Estas preguntas fueron las que más miedo
me hizo responder. Pues bien, ahora verás todas tus preguntas respondidas.
¿Te acuerdas de aquel libro negro, de la estantería de los libros
viejos, del que nunca me separaba? Era el único de los libros que te prohibí
que tocaras, aunque nunca mostraste realmente mucho interés por esos libros
viejos y polvorientos. ¿Lo recuerdas? Entonces, léelo, y en él encontrarás
todas las respuestas. Está en la 4ª estantería, marcado con el Nº323.
Tu padre que te quiere,
Jonathan Burns.
P.D: Que no te aflige demasiado mi muerte. Es una decisión que yo mismo
he tomado.
Ésta última declaración fue la que más sorprendió a Michael. Sin
embargo, ya no se dejó llevar más por el miedo, y decidió hacer lo que su
padre, a través de la carta, le pedía.
Encontrar un libro en las estanterías de su padre no era cosa difícil,
pues los tenía bien ordenados según la estantería, y todos ellos estaban
marcados por un número. Michael buscó en la cuarta estantería el libro número
323. Fue más fácil incluso de lo que esperaba, pues era el libro más grueso de
todos ellos, y el único de color negro, un color como el del azabache.
Michael se sentó en el suelo, apoyó el libro en sus rodillas, y lo
abrió. El olor que de él se desprendía era putrefacto, muy desagradable, y sus
páginas estaban manchadas de tinta, grasa, e incluso… sangre.
En la primera página del libro había escrita una frase. Ésta rezaba lo
siguiente:
EL MIEDO AL FUEGO CONSUME EL ALMA EN CENIZAS
Aquella frase se quedó inmediatamente grabada en
la cabeza de Michael. Su significado parecía mucho más profundo de lo que en sí
misma podía expresar. Los pensamientos que acudieron a su mente al leerla lo turbaron,
razón por la cual se dispuso a pasar la página. En la siguiente, había escrito algo
de nuevo, exactamente con la misma caligrafía:
ALICE
Este nombre no le dijo nada a Michael. Pasó, pues,
la página, y esta vez se encontró con lo que, en sí mismo, comprendía el texto del
libro. Así pues, comenzó su lectura, con la mente llena de preguntas y el alma de
inquietudes.
No pudo siquiera imaginarse, antes de haber empezado, que
tan terribles revelaciones le harían aquellas páginas malditas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario